Me encuentro en Sevilla, acompañando a mi mujer, que interviene en un seminario de la Universidad. No he llegado aquí como turista. No he venido a realizar ningún negocio personal o social. Paseo por las calles de esta ciudad atestadas de turistas sin la menor obligación, sin el más mínimo compromiso, ocioso y contento de estarlo.
Estas circunstancias son excepcionales. Es como si me hubieran cogido con pinzas de mi casa en Burjassot y me hubieran transportado (de hecho hemos llegado volando) mágicamente a Sevilla y me hubieran soltado a la entrada de la antigua Fábrica de Tabacos, hoy Universidad. Jardines con jarandás en flor y el suelo tapizado de pétalos morados, palmeras, la Giralda asomándose por encima de los tejados, un tranvía entrometido rodando por la avenida de la Constitución, por delante de la catedral, como si quisiera chulearla. Edificios centenarios mirando impertérritos el curso del vehículo aerodinámico. Las terrazas salpicadas de turistas. Sevillanos atareados de aquí para allá. Coches de caballos. La Torre del Oro mirándose en las aguas de lo que antes fue río Guadalquivir y hoy es un canal. En el autobús de Mairena a Sevilla, ciudadanos que charlan, señoras que se cuentan cosas con un gracejo que sólo se siente en Sevilla, emigrantes hispanoamericanos camino de su trabajo. Las obras de la línea 1 del Metro en la Avenida Blas Infante...
Yo puedo observar todo esto con un desapasionamiento total, con una calma absoluta. Resbalo sobre esta superficie erizada de cabezas, de antenas, de carteles de tiendas, de anuncios, de balcones, de iglesias, y en lugar de atascarme, danzo sobre ella con la habilidad de un maestro. Mi mente no está ocupada en ninguna preocupación. Miro con complacencia todo lo que veo. Absorbo toda la energía que emite una ciudad, su tráfago, sus ciudadanos en movimiento. Siento el mundo como un organismo equilibrado, comprendo íntimamente que más allá de los problemas de los individuos, personales y sociales, más allá de los intereses, de las obligaciones, de las ambiciones, de las frustraciones (o más acá, depende de cómo se mire) existe una armonía inexplicable que hace que todo funcione, que nada se atasque, que las mezquindades, las trapacerías, las angustias, los crímenes pequeños y grandes, queden absorbidos por la visión globalizadora que proporciona la armonía interior, el distanciamiento del que observa.
Y sin embargo, esta madrugada se ha cometido una atrocidad horrenda una vez más.
En este blog hay constancia de mi virulenta reacción ante la última. No he querido que hoy me sucediera lo mismo.
ETA seguirá matando. Puede que en las Vascongadas y el Cataluña lleguen a un grado de desestabilización que incida en la vida íntima de los ciudadanos inocentes y ajenos a esos tejemanejes. Puede que esa sensación se consiga extender a toda España, que nos veamos en peligro de desintegración una vez más. No lo sé. Ójala no llegue ese instante.
Pero hasta en las condiciones sociales más hirvientes, hasta en las revueltas más salvajes, la naturaleza humana acaba predominando, y en lugar de la destrucción buscada tozudamente por individuos desequilibrados, regresa el orden, la armonía, se vuelve a instalar la rutina orgánica de la vida social, en la que cada cual atiende su negocio, la vesania de los monstruos se desintegra, barrida suavemente por el aplastante instinto de sobrevivencia de la mayoría.
A pesar de todo, yo quiero que los monstruos pasen a la historia, que su nombre quede grabado e las piedras, que no los olvidemos. Que los asesinos sean siempre recordados como lo que fueron. ASESINOS. Héroes de mierda.
Sensaciones, ideas y fantasías
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