Sensaciones, ideas y fantasías

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viernes, 31 de octubre de 2008

Antonio Bernad en la sala Estudi General de la Universitat de València


Un espadachín del surrealismo


La sala Estudi General-Centre Cultural La Nau de la Universitat de València exhibe una selección de obras estupendas de un artista desconocido, salvo para los amigos, y esta exclusión debe interpretarse de modo literal.
Se trata de Antonio Bernad, que nació en Elche en 1917 y todavía vive en Valencia, a los 91 años, como un abuelito vital. El vitalismo es una cualidad poco común en el ser humano, como lo demuestra el alto consumo de antidepresivos y ansiolíticos.
Vitalidad es lo que salta a la vista en los cuadritos expuestos en la Universidad de Valencia. Vitalidad combinada o sustanciada en sentido del humor, en imaginación, en creatividad. Y también en algo elemental en un artista, el oficio; el dominio de las diferentes técnicas gráficas de Antonio Bernad es admirable.
El comisario de la muestra, el amigo Paco Agramunt, una enciclopedia viviente del arte contemporáneo valenciano, tuvo la ocurrencia de llamar a Antonio Bernad “espadachín del surrealismo”. Me figuro que la denominación es un recurso entre filosófico y retórico, muy bueno, por cierto. Porque si Antonio Bernad no figura en ninguna antología, en ningún estudio, en ninguna recopilación del surrealismo (me refiero a los públicos y más o menos populares, no a los académicos, donde tampoco parece que se le haya dedicado mucha atención, y hablo de oídas, porque hasta que no me puse delante de los cuadros de Bernad no tenía ni idea de su existencia) no puede considerársele ni artista ni surrealista.
En otras palabras, está excluido del mundo del arte, o lo ha estado hasta el uno de octubre del año en curso, en que se colgaron sus obras en la sala Estudi General de la Universitat de València.
Dice Agramunt (que al parecer conoce a Bernad desde hace 20 años) que el artista tuvo relaciones con Breton, con Vela Zanetti y con Eugenio Granell en el exilio dominicano. Como no he leído el catálogo, no puedo ofrecer más datos. Pero he creído entender que Antonio Bernad empezó a ser surrealista en Santo Domingo, donde fue a vivir como exiliado tras la guerra civil española.
Había publicado caricaturas y dibujos en la prensa albaceteña, porque pasó la juventud en aquella ciudad, y luego en la valenciana. En Santo Domingo hizo lo propio, y también en Méjico. Luego regresó a España muy pronto (en relación a otros exiliados), en 1953, el mismo año que Juanino Renau, el hermano de José Renau.
Dice Agramunt: “Ya en su tierra, encuentra dificultades para ejercer su profesión y tiene que trabajar como agente comercial para mantener a su familia. Aun así, esporádicamente continua dando rienda suelta a su creatividad artística.”
Es decir, que nunca expuso, ni aquí ni allá. Está por ver si vendió, es decir, si anduvo metido en el mercado del arte. Las circunstancias y él mismo (es una persona tímida y sin pretensiones, según las notas del catálogo) le excluyeron del complejo del arte. Luego, no fue artista, aunque ahora ya lo sea en virtud de esta exposición. ¡Alto ahí! Nada de malas interpretaciones. Fue (y espero que siga siendo) un creador formidable. Pero para ser artista hay que formar parte de la esfera del arte. Yo tengo escritas cinco novelas, pero ninguna publicada. Así que no soy un novelista, sino un autor de novelas, un escribidor, un grafómano.
Desde luego que no estoy negándole a este hombre estupendo ninguna cualificación. Y mucho menos el derecho a ser considerado artista. Hablo en términos estrictamente definitorios, clasificatorios.
Como Antonio Bernad hay cientos, posiblemente miles de hombres y mujeres en España, que hacen creaciones gráficas maravillosas, incluso geniales, pero que al mantenerse por una variedad de razones fuera de los circuitos del arte, no son artistas, es decir, no son reconocidos como tales.
Yo recomiendo vívidamente una visita a esta explosión de alegría y vitalidad. Niños y mayores se lo pasarán bien, disfrutarán, que es una de los efectos maravillosos de la creación artística.
En algo, no obstante, discrepo del comisario y de los responsables académicos de la exposición. Se le atribuye, como mérito tan preeminente como el de artista, el haber sido republicano y exiliado “injustamente olvidado”. Tengo la impresión de que a Antonio Bernad le han traído a la sala Estudi General de los pelos, y eso que el pobre está ya calvo. Me refiero a la matraqueta esa del republicanismo y el exilio. A partir del 2010 se les va a acabar la excusa, porque ya llevan machacando desde 2001. Primero República, luego Guerra Civil y Exilio… No creo que lo de la memoria histórica dé para otros 40 años más, hasta saldar la deuda de las víctimas del franquismo, entre las cuales me cuento.
Nada, absolutamente nada de lo que hay expuesto y firmado por Antonio Bernad en el Estudi General evoca directamente ni a la República ni a la Guerra Civil ni al Exilio (con mayúscula, como les gusta a los devotos), fuera del aire años 30 de los trabajos fechados entonces y algo después, que es el mismo en artistas de derechas que de izquierdas. Incluso la mayoría de las obras están firmadas en los años setenta, ochenta, noventa y hasta 2007. Es indiscutible que a Antonio Bernad como a tantos republicanos que eligieron y pudieron exiliarse antes de caer en manos de las tropas de Franco, la pérdida de la guerra fue una tragedia personal. Pero no me parece justo trasladar esta tragedia al ámbito de lo artístico. Cabe preguntarse si, caso de haber ganado la guerra la República, Antonio Bernad no habría actuado de modo muy diferente a lo que hizo en el exilio, colaborando con dibujos en periódicos, pero no esforzándose lo más mínimo en exponer sus pequeñas maravillas.
Lo más curioso de esta exposición es la permanencia del surrealismo. Si ese estilo impregna la obra de tantos artistas veteranos, pero ajenos a la época de esplendor de aquella escuela, y de tantos artistas emergentes, ver las realizaciones de un hombre que bebió de sus fuentes, y comprobar que nunca ha perdido su vitalidad, nos enseña que por encima de los estilos y las épocas, por encima de las vanguardias, las neovanguardias y las décadas transcurridas está la imaginación, la creatividad, la técnica y el fuego del artista, que mientras sigue ardiendo produce hermosura, alegría, ironía, fantasía… y así hasta agotar el diccionario de términos relacionados positivamente con la estética.

viernes, 22 de febrero de 2008

El señor Shuzaku y la Valencia Barroca




El señor Shuzaku ha descubierto con júbilo el barroco Valenciano. El señor Shuzaku es cliente de mi amigo Bombardier, que tiene un negocio internáutico de sellos o algo así. El señor Shuzaku no había venido nunca a Europa, por la que no sentía el menor interés. Su cambio de actitud se ha debido a los buenos oficios de Bombardier, que ama su tierra y hace buena propaganda de ella (Sánchez Dragó no le incluiría entre sus estigmatizados).
Sin embargo, el señor Shuzaku se presentó en Valencia cuando Bombardier había salido a un corto viaje, y tuve yo que ejercer de cicerone los dos primeros días.
Ignorante de los gustos y los deseos turísticos del señor Shuzaku, al recogerle en su hotel, mis pasos nos llevaron al Mercado Central, un escenario que fascina a todos los forasteros.



De él cruzamos a la Lonja, cuyos merlones coronados se recortaban espléndidos en el cielo azul del invierno.
El señor Shuzaku y yo nos hablábamos en un inglés a cual más espantoso, pero nos entendíamos, cosa sorprendente. Sin embargo, nos ocupaba mucho tiempo deshacer malentendidos. Por ejemplo, creí que el turista nipón deseaba ver algo de arte contemporáneo, y como en la zona hay al menos media docena de galerías privadas e institucionales, le lleve por todas como a zorro por rastrojo. En las dos últimas me pareció que el señor Shuzaku se estaba aburriendo como un sapo en una duna del desierto del Sahel.
Le conduje, pues, a una cafetería que apestaba a tabaco de la plaza del doctor Cortezo, y el señor Shuzaku pareció resucitar. Sacó un paquete de cigarrillos, y se puso a fumar con gran consuelo de mi parte. Relajados ambos, y a base de tanteos, descubrimos que el señor Shuzaku había creído entender que yo tenía un interés especial en visitar galerías de arte aquella tarde, aprovechando el paseo, y que él había accedido por parecerle cortés, aunque el arte moderno era algo que le dejaba mucho más indiferente que Europa, es más, que incluso le provocaba malhumor por razones difíciles de explicar, y menos en una lengua extranjera.
No tardamos en salir del fumadero pestilente, para alivio mío. El sol se había puesto y aquel barrio valenciano íntimo y transitable (que a mí me evoca al Trastévere de Roma) estaba envuelto en la luz acaramelada de las farolas. Volvimos a pasar por la fachada de la Lonja, reluciente, seductora como una joven vestida con indumentaria medieval.
De pronto, el señor Shuzaku extendió la mano izquierda (olvidaba decir que le falta el brazo derecho que, según creí entender, mal por supuesto, perdió en la guerra del Pacífico, algo imposible por su edad) y señaló a la iglesia de los Santos Juanes, cuya exuberante torre del reloj asomaba por encima de las ramas preñadas de fruta de un naranjo borde .


Al principio, me desconcerté. Es el desconcierto de los tontos que miran las cosas a través de la lente de las ideas preconcebidas. En lugar de decirme, “mira que bien, le voy a enseñar a este japonés una muestra española por los cuatro costados”, me pregunté, “¿porqué demonios le interesará a este hombre de una iglesia barroca?”
Pero ante las muestras de entusiasmo del señor Shuzaku, reaccioné, y empecé a servirle la poca información que tengo de la iglesia. Para ello le leí los datos que hay en un poste turístico ante la fachada, desde la que emitía su divina protección la formidable Virgen del Rosario labrada en piedra. Edificio religioso de origen gótico, barroquizado tras un incendio que lo dañó seriamente en el siglo XVI. Contiene frescos de Antonio Palomino, pintados en la bóveda del cañón a principios del siglo XVIII. Fue quemada dos veces por las turbas anticlericales durante la guerra civil. Ha estado cerrada al culto durante años. Ahora se puede visitar, y ver la restauración en curso de los frescos, así como su nave y sus capillas.
Es lo que hicimos el señor Shuzaku y yo, que no había entrado nunca en los Santos Juanes. Estaba iluminado el interior con esa luz insuficiente (alguno diría, mortecina) que decepciona al agnóstico y hace recogerse al devoto. Los frescos, renegridos por los castigos infligidos hace sesenta años, había que imaginarlos. Destacaban, pegadas a los muros, las estatuas solemnes y blancas, quizá de yeso, de los doce hijos de Israel o Jacob. Rodeamos la nave, asomándonos a las capillas laterales, de Santa Rita, de San José, y nos colamos en una destacada del edificio principal, en la que hacen guardia dos estatuas colosales que debieron de estar situadas antaño en otro lugar.
Todo lo observaba el señor Shuzaku con interés y deleite. Al principio intenté ilustrarle. Pero renuncié enseguida, por mi falta de conocimiento y por la dificultad de hacerlo en inglés. Me sorprendía, sin embargo, la fascinación de aquel hombre, un japonés con una idea muy somera de la fe que inspiró un edificio y su contenido religioso.
Me intrigaba esta cuestión, y fui capaz de articularla, poniéndola en relación con las visitas culturales que habíamos realizado antes. ¿Cómo era que el señor Shuzaku se sintiera tan distante del arte moderno, común al planeta entero, y fuera capaz de disfrutar con un arte antiguo, periclitado, de una religión ajena a su cultura?
El señor Shuzaku detuvo su marcha ante un busto de Blasco Ibáñez que acecha a los transeúntes en la calle de María Cristina, (nos dirigíamos de vuelta a su hotel), se cogió la barba con su única mano, miró al suelo, luego clavó sus ojos en mí, y me dijo muy despacito, haciendo un esfuerzo de claridad, “Lo que usted dice es cierto. Pero soy incapaz de darle una explicación. Al menos en otro idioma que no sea el mío.” “Hágalo en japonés”, le invité.
Y se puso a hablar durante un rato.
Lejos de sentirme incómodo o perdido ante sus palabras, las fui entendiendo con precisión. No me pidan ustedes que razone este absurdo. El caso es que lo entendí todo. Porque siempre se entiende aquello que está hecho o dicho para ser comprendido.

viernes, 8 de febrero de 2008

Una adición frustrada:
el mercado del arte moderno


La galería Luis Adelantado puede que no sea la más amplia de Valencia, pero es la más alta. Cuatro pisos. Las salas son de un tamaño medio, el normal en este tipo de negocio. La del primer piso es una galería (término arquitectónico, no comercial) desde la que se ve la planta baja y la entrada del local.
Llamas al timbre y te abren con prontitud. Entras, y te ves en una sala vacía de seres humanos, algo habitual en esta clase de negocios: la exhibición y la venta de arte parece una cosa discreta, silenciosa, sutil, en donde las estridencias son algo vergonzoso y por lo tanto proscrito. Las paredes, como es natural, están pobladas de cuadros o de piezas artísticas o de chafarrinones; a veces hay esculturas (o instalaciones) estratégicamente situadas en el suelo de la pieza. Al fondo se ven unos escalones, y en el rellano al que dan acceso éstos, una mesita con folletos, hojas de información y catálogos, lo normal en una galería de arte.
A la derecha de la entrada de los escalones hay un cubículo alargado en el que trabajan dos hombres jóvenes en tareas administrativas, pues cada uno tiene un ordenador sobre una mesa. Su indumentaria es moderna, funcional, unas prendas que parecen de marca y caras, aunque miradas de cerca quizá no lo sean. Es algo que no puedo saber, porque su actitud previene todo acercamiento. El porte de estos dos caballeros es circunspecto. Responden al saludo del solitario visitante, pero no a su sonrisa. Uno se siente intimidado al tropezar con dos galeristas (o empleados del galerista) que se molestan en abrirte la puerta, pero parecen molestos de tu presencia. El visitante reprime la conversación, las preguntas. Quizá la circunspección de los dos caballeros sea un instrumento de defensa, una manera de decir, estamos trabajando, no nos moleste, por favor, ya le hemos abierto la puerta, recorra usted los cuatro pisos de la galería, válgase por sí mismo, déjenos en paz.
Esto es lo que siente el intimidado visitante, no lo que los dos mercaderes del arte están manifestando.
Así pues, me valgo por mí mismo y recorro los cuatro pisos. De vuelta en el primero, me surgen algunas preguntas, la curiosidad me apremia. ¿Seré capaz de dirigirme a uno de los dos mercaderes circunspectos? Entonces descubro que a la vuelta de la escalera, detrás de un ascensor decorado con monigotes artísticos, hay un despachito del que sale un rumor burocrático, papeles en movimiento, golpecitos de escritorio. Me asomo y descubro a una joven. Levanta la cabeza y me sonríe. De golpe, me relajo, me confío. Saludo y, sin preámbulos, le pido más información de los artistas representados. Dice que se le han acabado las notas de prensa, pero que se trata de jóvenes seleccionados por la galería según una serie de concursos anuales. ¿Debo entender que el hecho de ser jóvenes seleccionados sin nombre ni currículo les hace neospreciables. Pregunto a continuación qué destino tiene el “cuadro” o el “mural” o lo que sea, que ilustra una de las paredes del primer piso: ¿qué pasará cuando termine la exposición?
- Se destruye, contesta sin dudarlo un instante, y sin desvanecer lo más mínimo la sonrisa. Está fotografiado. Es una manera de conservarlo.
En realidad esa pregunta era un cebo. Ya me figuraba yo que se haría algo así. Entonces hago la siguiente pregunta, que sigue siendo una pregunta cebo.
- ¿Qué precio tiene uno de estos cuadros, por ejemplo, ese?, y señalo el que cuelga en el rellano de la escalera.
- Unos dos mil…, se queda dudando, y al final se detiene sin determinar la cantidad ni la divisa.
Aunque yo percibo algo más que una mera duda. Yo percibo un súbito hastío. Esta mujer, como los dos mercaderes apuestos del piso bajo, debe estar imbuida de un gran sentido práctico, y ha debido de adivinar que mi pregunta es un cebo, que no tengo intención de comprar, que mi aspecto, un tipo de edad madura con unos vaqueros desgastados, un suéter de algodón bastante viejo y pasado de moda y una cazadora de ante comprada en unas rebajas, no es el aspecto de un posible cliente de Luis Adelantado.
Yo aguanto el tipo, y por fin hago la pregunta de verdad. Al interrogar evidencio mi ignorancia, pero también muestro mi deseo de remediarla, de dejar de ser ignorante.
- ¿Quién compra este tipo de cuadros? Porque yo no pondría esto nunca en una pared de mi casa.
Al acabar de hablar tengo la impresión de que he errado la expresión, de que debería haber dicho ¿qué tipo de persona es capaz de desembolsar un dineral para colgar esto en la pared de su casa? Sin embargo, la muchacha sonriente y práctica también domina el arte de la dialéctica, y me responde con una calma natural admirable:
- Pues se compran… Hay muchos compradores… Esto es arte moderno…
Y vuelve a dejar en suspenso la frase. Entonces pasa delante de mí en dirección a la sala (eso creo yo al principio, deduciendo que la chica se dispone a darme una clase de arte moderno), y al llegar a la escalera echa hacia abajo, para saludar a una pareja con niño que la esperaba sin que yo me hubiera dado cuenta.
Yo me quedo sólo, perplejo, en el rellano del primer piso, dando la espalda a los cuadros que yo jamás colgaría de las paredes de mi casa, observando a la muchacha sonriente hablar con quien a todas luces son familiares suyos.
Recapacito. La muchacha no ha sido ni descortés ni altanera. Se ha limitado a decir, “Esto es arte moderno…” sin pizca de pedantería, de un modo llano, evidente, tal y como se revelaría a un niño crecidito que los Reyes Magos no existen, para que se fuera enterando de las verdades de la vida.
Al final, me marcho, tras saludar a la chica, y también asomándome, para hacer lo propio, con los dos hombres circunspectos. La primera me dirige otra sonrisa, los dos mercaderes hacen como que no me han visto ni oído. Me voy suspirando porque yo iba a Luis Adelantado para convertirme en un adepto del mercado del arte moderno, y no me han convencido, me han hecho ver que no soy la persona adecuada, que a sus ojos soy un don nadie sin la formación, el gusto y la calidad económica necesaria para ser un visitante o un cliente de esa estupenda galería.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Una sospecha inquietante: los maestros imitadores del naif

Eduardo Arroyo acaba de inaugurar una exposición en el IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno de Valencia). En realidad ha sido al revés, el IVAM ha tenido a bien suministrar combustible al amor propio de Eduardo Arroyo y (me figuro) aportar metálico a su cuenta corriente, algo de lo más natural y justo.


La edición digital de "Levante" permite ver algunos lienzos como el de arriba. http://servicios.renr.es/servicios/galeriasMultimedia/index.jsp?pIdPortal=12&pIdGaleria=1356



Al observar con detenimento las fotografías, me viene una fuerte impresión de
"dejà vu". Le doy vueltas a la memoria, y al final caigo en la cuenta de que no
estoy evocando anteriores exposiciones de Eduardo Arroyo, sino que es el estilo
que muestran las fotografías de sus cuadros de la exposición en el IVAM lo que
me está recordando... el arte naif. Entonces soy consciente también de que es una sensación reiterada, que la he tenido en otras exposiciones de artistas reconocidos.
Y me asalta una sospecha que acaso sea producto de mi hipersusceptibilidad en la esfera del arte, un navío bien dirigido y mejor tripulado en su derrota por el mar del comercialismo, cuyas aguas se mezclan con las del mar de la creación pura y desinteresada.
La sospecha es la siguiente, ¿será que estos autores superconsagrados han descubierto, como niños, la veta fértil del naif? ¿Será que se han agarrado a ella como a una ubre de vaca y la están ordeñando cada uno a su modo? Véase la cantidad de exposiciones a base de lienzos pintarrajeados por jóvenes rebeldes, llenos de caricaturas, de dibujos y empastres de color que imitan las manos desmañadas de los niños. Los artistas consagrados (algunos artistas consagrados) han podido sufrir el síndrome del Miedo-al-olvido, ante la avalancha comercial de valores emergentes, y se han podido apuntar al carro de lo sucio, lo bárbaro, lo inacabado... Aprovechando la riqueza intrínseca del naif.
La riqueza del naif es su autenticidad, su fuerza, producto de la espontaneidad de unos creadores que no recurren a la técnica porque no la dominan. Y, permítaseme la hipérbole suspicaz: ¿no estarán algunos consagrados imitando a hurtadillas (sin ellos mismos darse cuenta, porque sería muy vergonzoso que lo hicieran) a los pintores de "art brut", a los locos? Es decir, explotar la riqueza formal de una pintura desmañada o desproporcionada porque sale de mentes enfermas y por tanto no sometidas a la disciplina técnica.
En fin. No son más que sospechas.