Sensaciones, ideas y fantasías

martes, 30 de septiembre de 2008

París, años 50, visto por Octavio Aceves


¿Quién no ha oído hablar de Octavio Aceves?
(La pregunta va dirigida a los enteraos del mundo mediático.)
Mejor aún, ¿quién no ha escuchado esa voz suya amanerada y porteña, de ritmos y tonos irónicos?
Octavio Aceves es doctor en Psicología y Ciencias Humanísticas. Autor de libros, artículos y contertulio de radio y de televisión.
Yo confieso que he leído pocas líneas suyas en periódicos. “¿Qué me va a enseñar a mí ese mariposilla redicho?”, me decía con vana altanería.
Pues bien, el otro día compré por precio de saldo El París de los 50, firmado y sin duda escrito por él (espero).
Lo hice con la misma mueca perdonavidas con la que me he resistido a leer sus artículos. “Vamos a echarle una ojeada a este rollete. Total, por tres euros…”
¡Sorpresa!
Es un libro extraordinario. Primero, bien escrito, con fluidez, sin pedantería. Segundo, lleno de evocaciones, de imágenes, de esa emoción auténtica que se siente por un tema. Se ve que Aceves ha vivido en París, ha vivido París y se ha enamorado de París. Y tercero, está lleno de datos, de referencias, de pequeñas biografías de intelectuales, artistas, modistos, políticos, filtradas por su sensibilidad y su experiencia, y por tanto mejores que las que se encuentran en Wikipedia.
Empieza con una introducción que nos sitúa en el contexto de los años 50, retrotrayéndose hasta el principio de siglo cuando el asunto lo precisa.
Sigue con una estupenda y nítida narración de la atribulada historia política e intelectual de Francia entre 1945 y 1958, año en el que De Gaulle impone la V República.
Luego siguen capítulos dedicados a los cafés de la Rive Gauche, a Saint Germain-des-Prés, a Coco Chaneel, a Juliet Gréco (a la que se ve que adora), a diversos cantautores, fotógrafos, cineastas de la Nouvelle Vague, y referencias casi eruditas, y muy bien traídas a cuento del ambiente literario e intelectual de París en el que navegaron con distintas derivas y fortuna personajes como Joyce, Sartre (de quien da una imagen amable), Camus, Queneau, Vian, etc.
En resumen, si alguien desea enterarse de cómo era París en la primera mitad del siglo XX y obtener una idea suficientemente rica de los personajes famosos de todos los pelajes que la habitaron, que no acudan a ensayos plomizos. Busquen El París de los 50, editado por Espejo de Tinta en 2005, y poseerán una joya. Una joya bien barata, porque se conoce que no se vendió en su día y ahora casi la regalan. Un hurra por Octavio Aceves

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Las Peroratas de Demetrius Wirth (2)


La perorata de aquella figura casi metálica, robot plegado sobre el asiento de eskai del departamento, se sucedía sin tregua, y me causaba somnolencia. Al recordarla ahora, me doy cuenta de que faltan trozos, pero la incoherencia del discurso puede que no sea responsabilidad de Demetrius Wirth, sino de mi atención discontinua.

Hasta los seis años de edad sólo tuve un desengaño serio. Fuera de él, mi infancia fue tan feliz que acabé por olvidarla, aunque su poso quedó almacenado, y cuando se desprende por esos movimientos emotivos de la memoria suaviza algunas contrariedades de mi vida adulta. Ignoro si la herida que produjo en mí el desengaño fue profunda y duradera. Lo cierto es que es el único acontecimiento que conservo grabado en la memoria de niño. Todo lo demás son vaguedades, sensaciones, olores, sueños, pesadillas. El desengaño tenía que ver con la confianza absoluta que se tiene en los progenitores y con el deseo de demostrarles el valor y el ingenio que ha aprendido de ellos. Pero lo tomaron como una temeridad transgresora y la reprimenda que me llevé me sumió en la perplejidad y la desolación.
Entre los seis y los nueve años, mis recuerdos son un tablero de ajedrez visto por un surrealista miope, una sucesión cuadriculada de claroscuros deformes cuyas líneas divisorias están borrosas. Los celos de una prima, a quien favorecían, menoscabándome a mí, que hasta entonces había sido el único y privilegiado vástago de la familia. La bofetada que me propinó una tía mía porque intenté convencer a mi abuelo que se sentara en una silla en cuyo asiento yo sostenía un clavo en punta, algo que a mí me debió parecer una broma formidable. La angustia que me produjo la gruesa enciclopedia que me dieron al iniciar mi primer curso escolar, al temer que debería aprender de memoria toda aquella suma de sabiduría inaccesible, incluidas las sugestivas ilustraciones. Luego, en otro colegio cuyas aulas se encontraban en un sótano, la protectora y benéfica presencia en aquella mazmorra de la señorita Elena, una mujer morena alta, desgarbada, y de buenos sentimientos, tan distinta de la señorita Gretel, rubia, menuda y atildada, una preciosa hija de extranjeros que despertaba la libido de todos los varones, desde los curas de la orden que dirigía el colegio hasta, sorprendentemente, los de sus propios alumnos, niños de cinco o seis años a quienes enseñaba a leer.
Y por último, la maldición de la Matrícula de Honor. Para pasar de primaria al Bachillerato Elemental había que realizar un examen. Y yo lo superé con un éxito inesperado. No recuerdo que la hazaña se me subiera a la cabeza, ni que llegara a considerarme superior al resto de los niños de mi clase. Pero a mis progenitores, el logro les debió parecer precisamente eso, y empezaron a meterme la idea en la cabeza de que, estando yo más capacitado que el resto, debería responder a esas excelsas expectativas.
Aquí empezó mi calvario escolar del que no me libraría hasta matricularme en la Universidad, años después. En ella encontraría otro calvario diferente. Pero también un calvario.

Me llamo Demetrius Wirth, pero quizá sea un alias.
No sé quién soy, ni dónde está mi casa. Fuera de mí existo. Ciega sombra. A tientas. Rodeándome a mí mismo, palpándome la piel en busca de rendijas. Aterrado. Consciente, Desahuciado. Prisionero de la eternidad. Casi rendido al triunfo anonadante de los días marcados en algún calendario de hojas negras, pegadas unas a otras con engrudo, que nunca se suceden, que no pasan, que cuelgan como un bloque de cemento de la pared del tiempo, en un rincón del mundo donde se lee mi nombre grabado con buril en el silencio.
Estoy fuera de todo. Soy una envoltura impenetrable. Soy la sombra que me engaña haciéndose pasar por oxígeno vital. Ciega sombra al acecho, que expulso con el aliento, que envío todo lo lejos que puedo sin saber quién es, quizá yo mismo u otro que continuará ahí hasta que muera o se disipe.
¡Vuelve al lugar del que escapaste! ¡Monstruo!
Mas… No.
Disculpa, Sombra. Espera. No te amohínes. Regresa. Si me abandonas tú, sucumbiría a la Nada.

martes, 16 de septiembre de 2008

Los Cristalibros de los Devoradores de Sueños



Termino de leer The Glass Books of the Dream Eaters, novela de aventuras e intriga fabulosas (en todos los sentidos) de Gordon Dahlquist. Según su propio autor es “literatura de género”; o sea, no es Literatura con Mayúscula; no está concebido por su autor como tal. Y sin embargo su escritura es excelente y se trata de un trabajo elaboradísimo; quizá le haya costado años concebirlo, escribirlo y revisarlo.
The Glass Books desarrolla el combate de tres protagonistas dispares y sin la capacidad necesaria contra los responsables de una tenebrosa y alquímica conspiración internacional, en una Europa vagamente victoriana, y en un escenario ficticio.
Disparidades. Miss Temple: una muchacha hija de un rico colono del Caribe. Cardinal Chang, un matón a sueldo. El Doctor Svenson, oficial de marina de un supuesto ducado germánico.
Ninguno de ellos se habría involucrado, ni solo ni en comandita, en las titánicas tareas de desvelar y destruir una conspiración internacional, y mucho menos con unos componentes de magia negra y mecánica de tornillos, tubos de goma, rarefacción de lodo tóxico y villanos implacables.
Es la condición básica de la aventura: el héroe lo es contra todo pronóstico, y forzado por unos acontecimientos ajenos por completo a él… Pero en cuyo torrente permanece por voluntad propia, una vez que ha descubierto el turbio propósito de los malvados… con la imposible esperanza de convertirse, por una vez en su insípida o indecorosa vida (en el caso de Chang) en un héroe. El héroe que jamás ha deseado convertirse en héroe, pero que una vez puesto en la tesitura lucha contra viento y marea para llegar a serlo; aunque sabe que tiene escasas o nulas probabilidades, algo que es un estímulo más. No saben que son héroes de novela, y que al final llegarán a conseguir su sueño, que su vulnerabilidad está en manos de un experto profesional, que les hará sufrir lo indecible, física y psicológicamente, pero que se cuidará con minuciosidad de no dejarlos completamente desasistidos… por la cuenta que le tiene como autor. Dahlquist responde a este reto literario con una energía, una tenacidad y un oficio extraordinarios.
La construcción de la novela es simple y eficaz. Tiene diez capítulos. En cada uno de ellos seguimos la historia a través de los ojos y la conciencia de uno de los héroes. Puesto que son tres y hay tres tramos, la multiplicación nos da nueve. El capítulo décimo es el desenlace, y el narrador amplía su visión. El total suma 753 páginas de apretado texto.
Nada más empezar la acción se transforma en una vorágine de persecuciones, peleas, tropiezos, apresamientos, escapadas, todo sorprendente e improbable (más bien imposible en términos reales, que no son los de la literatura, y menos todavía los de la literatura de género), pero tan bien engranado que el lector avanza a través del laberinto de peripecias con la pasión de un minero optimista.
Dahlquist se manifiesta escritor minucioso. Detalla las descripciones hasta extremos fotográficos. Quizá esté relatando la película que se ha debido de construir antes en su cabeza. Las indumentarias, las joyas, las armas, las expresiones, los movimientos de los personajes cuando pelean o cuando escapan en un globo por encima del mar helado. Sus sensaciones, sus perplejidades, sus inseguridades.
Dahlquist reserva un par de elementos de intriga para desvelarlos al final del libro. Como lector confieso que no los he acabado de entender, pero no me ha importado lo más mínimo; lo que me interesaba era la sucesión perfectamente encadenada de peripecias (ya digo, inverosímiles, pero muy creíblemente forjadas), en un crescendo magistral de sorpresas.
La atmósfera, el escenario es británico y decimonónico, igual que la redacción. Dahlquist debe de haberse hartado de leer a Dickens, a Wilkie Collins, y también los folletones y folletines de autores anglosajones hoy desconocidos para el gran público. Si fuera francés habría que pensar en Dumas, en Sue o en Verne. El lenguaje es rico, cuidadoso. Esto lo subrayo con admiración, porque cuando estoy escribiendo un relato, no hago gran esfuerzo en ciertos detalles que al final deslucen el resultado final. Dahlquist es una máquina humana en este cometido de no desdeñar lo que al escritor le parece aburrido y tiende a resolver de un plumazo.
La novela es una combinación genial de aventuras, intriga, erotismo y humor. Un humor sutilísimo, porque si el autor se pasa un pelín en su ironía, desmorona la endeble construcción que ha inventado y que mantiene en el aire sobre prácticamente nada que la sostenga.
Traduzco un comentario que he encontrado en Internet sobre la novela, porque me parece definitorio. “Este libro es como un cruce entre Wilkie Collins y Flash Gordon. Es casi imposible de dejar. Un autor que consigue que no se pare de leer, está dotado de un gran oficio y Dahlquist lo es.”
Para los interesados en el libro y en el autor, recomiendo una visita a esta página que contiene una entrevista y una declaración: http://www.meettheauthor.com/bookbites/1360.html

lunes, 8 de septiembre de 2008

Las Peroratas de Demetrius Wirth


Recuerdo
gráficamente (cromo impreso en mi memoria)
que cuando conocí a Demetrius Wirth llovía siempre y era de noche.
Viajábamos en un
lentiiiiiiiiiisimo tren
que paraba en estaciones donde estaba previsto que pasáramos de largo,
y lo desviaban a vías muertas para permitir el paso de trenes más rápidos.
Demetrius Wirth se presentó a sí mismo como un Hombre Conversador.
Además, era un charlatán de tomo y lomo.
Empezó a contarme historias nada más arrancar el convoy de la estación, y ya no paró de hablar en toda la noche.


Mi casa, dijo, está detrás de una iglesia de piedra caliza que se yergue a la orilla del río, separada de éste por una estrecha calle mal asfaltada y una línea de álamos. El río se llama Hudson, no es nada ancho y cruza la ciudad de norte a sur, a la sombra de los árboles y de los rascacielos, por debajo de puentes centenarios, del ferrocarril elevado y de las autopistas que conectan los extremos de la capital.

En mi adolescencia empecé a visitar los cafés y los billares, pero no me dejé ganar por su atmósfera. Encontraba aquellos ambientes chabacanos, sin ninguna particularidad ni rasgo curioso. Las cabezotas vulgares de los tipos flotaban en el pestilente humo del tabaco malo; sus bocas emitían palabras oscuras, nubladas por el alcoholismo, y era evidente que sus cerebros nunca serían capaces de hilvanar el más elemental de los raciocinios.
Toscos, enviciados por una existencia monótona, vagos sin ingenio, parásitos de los señoritos, jóvenes estigmatizados por una infancia pervertida, gentes de tropa, alegres y de paso fugaz.
Tal era el reparto de aquellos teatros de la holgazanería y el vicio.
Yo sentía la extraña injusticia de ser un hombre joven con percepción e inteligencia. Porque cuanto más profundizaba mi entendimiento en una circunstancia dada, más posibilidades observaba y menos sabía qué hacer. Era la claridad más odiosa y frustrante que imaginarse pueda.

Bajo la cuestecita que une mi casa con la calle Mayor, doy un rodeo para evitar los contenedores de basura y me enfrento a un dilema.
Si tuerzo a la izquierda, me adentro en un parque hecho a base de huertas con árboles frutales, ciruelos y cerezos, manzanos y perales, que corre por las dos orillas del Hudson. En los terraplenes que suben hacia el área urbana hay plantados almendros raquíticos, abandonados por los servicios de parques y jardines de la municipalidad. Un caminito de cantos sube entre ellos y algunas matas de espliego e hinojo hasta el viejo cementerio, más allá la iglesia de piedra y por encima de ella. Después del parque se extienden los barrios más sórdidos de la ciudad, agobiados por una red de vías y carreteras elevadas, que parecen tener presos los edificios en una mazmorra inmensa, sin límites ni solución.
Si tuerzo a la derecha, entro en un laberinto de calles comerciales. Las aceras están ocupadas por tenderetes donde se vende casi todo lo innecesario y algunas cosas imprescindibles.
Calle Veintidós. Dados fractales. De colores verde, rojo, azul y amarillo; algunos rectángulos negros, pocos grises, y un par de ellos donde una trama de puntos oscurece el dorado de una cara. Entre septiembre y octubre.
Calle de la Campana. Manos de artista manchadas de pintura. Una mano más grande que la otra. Grifos. Cajitas con seres humanos y escarabajos. Papel de pared de flores anacrústicas. También entre septiembre y octubre.
Altamirano. Series de grabados. Borrones. Ramas secas. Una niña subida a una de ellas y en difícil equilibrio. Sombras chinescas, quizá manos retorcidas, hombrecillos, renos, bisontes.
Calle Moscú. ¡La Fábrica de Chocolate del Octubre Rojo! Huevo barroco forrado de papel de plata verde chillón con lazo de granate todavía más chillón.
Colinas de Béverly. Ojos de Fidel Castro (buenos para el reúma). Pelo y cuello de John McCain (excelentes contra los mosquitos). Nariz, ojo y mandíbula de Henry Kissinger (recomendados para la diarrea). Boca de ministra de Asuntos Exteriores de Israel (Tzipi Livni, el mejor remedio contra las estafas). Piernas de Bashar al-Assad, (presidente de la República Árabe de Siria, duras como los cimientos de cemento armado).
Avenida de París. Steve McQueen pasa Hambre, lleva sin comer desde que le dieron un premio en Cannes, otro en Sydney, y luego en Jerusalén.
Gorrión, gorrión recortado sobre la niebla lejana. Impávido. Vigilante. Indiferente al invierno seco, marrón, pelado.
A diez el kilo.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Los Devoradores de Sueños

Estoy leyendo The Glass Books of Dream Eaters, una novela de intriga y acción escrita por Gordon Dahlquist.
Gordon Dahlquist es un norteamericano bigotudo con cara de buen chico: pelo lacio y entrecano, con gafitas de montura metálica y redonda. Se ha ganado la vida escribiendo obras de teatro que se han estrenado en circuitos teatrales que aquí llamaríamos alternativos. Esto deja ver que más arriba de Río Grande hay escritores profesionales que viven de ello, quizá incluso sin subvenciones. Algo prodigioso.
Los libros de cristal de los devoradores de sueños es una novela que la página de Wikipedia en español califica muy bien de mezcla de novela gótica, ucronía, folletín de aventuras y relato fantástico. El lenguaje es intencionadamente decimonónico, rico, de folletín. Las circunstancias, los escenarios, la tecnología y todos esos detalles de escenografía y atrezo ineludibles en cualquier historia bien contada constituyen una perfecta ucronía. Y la trama, el carácter y los rasgos de los personajes son propios de la novela gótica.
El editor de la versión inglesa que poseo dice del libro que es un page turner, un pasador de páginas, porque la acción está tan bien dosificada que te impulsa a seguirla sin pausa. Además de admiración, produce alivio que existan personas como Gordon Dahlquist, capaces de trabajar con semejante celo y cuidado un texto de esos que los escritores con columna en suplemento literario odian y condenan por su levedad e intrascendencia. Estas últimas atribuciones maliciosas son, además, una falacia. Recuerdo que, a raíz del éxito de Ruiz Zafón, La sombra del viento, los columnistas de suplementos culturales le dedicaron severos zurriagazos, escandalizados por la fortuna del autor. La sombra del viento puede ser cualquier cosa menos una birria. A mí no me gusta el tono mórbido que predomina en ella, pero eso es una valoración personal, no una definición descalificadota.
Los libros de cristal de los devoradores de sueños están empapados de un erotismo casi poético, porque se manifiesta con una elegancia soberbia; y empleo este adjetivo para sacar de él la fuerza del elitismo social que el sustantivo posee.
Las peripecias de los dos héroes y la heroína son de un ritmo trepidante. Y sin embargo, no se nota como un defecto, aunque sí fatigan un tanto a partir de la mitad del relato, que es donde me encuentro. Espero que a partir de ahora, Dahlquist cambie de velocidad y de registro, porque mantenerlo sería una desgracia para el libro.
Yo recomiendo esta novela extraordinaria a los amantes de la narración de este género mestizo que tan bien practican los anglosajones y, entre nosotros, Eduardo Mendoza y Carlos Ruiz Zafón, autores influidos por la literatura en inglés.
Los libros de cristal de los devoradores de sueños está publicada en español por Edhasa.