Sensaciones, ideas y fantasías

jueves, 15 de mayo de 2008

El regreso del que se fue a Sevilla



Ya estoy de nuevo en casa, en Burjassot. Subo a la atalaya de mi terraza y reconozco la ciudad de Valencia extendiéndose hasta el mar. En medio de la planicie, la mole gris del monasterio de San Miguel de los Reyes, silueta geométrica y persistente de un siglo en el que las grúas, las antenas y los rascacielos ni siquiera eran un sueño. Por la noche, el rasgo distintivo del horizonte son las luces de las grandes rondas de la ciudad, los focos deslumbrantes de los estadios de fútbol los días de partido. Hacia el norte, me tengo que asomar a un rincón de la atalaya para ver aparecer, detrás de un edificio de viviendas de la acera de enfrente, el lomo de Sagunto, con las ruinas desdentadas de su castillo, que sólo se reconocen con los binoculares.
Todo está igual que cuando me fui a Sevilla, hace tres días. Y sin embargo, hay algo diferente. Percibo algo diferente. ¿Será el efecto melancólico de las nubes de esta primavera que hasta hace una semana era áspera como la piel de un elefante cubierto de barro seco, tras la euforia climática sevillana? Grisura donde suele resplandecer la luz. Atmósfera de lo inusual, de lo distinto. Algo ha cambiado, algo casi imperceptible, algo que una persona atareada, dirigente y diligente, no puede discernir porque los matices no merecen su atención selectiva.
Esta mañana, en Sevilla, en una callejuela vecina a la plaza de Santa Cruz, hemos entrado en una diminuta librería de viejo. No podría albergar una tertulia de más de cinco personas, pero está repleta de libros, en estanterías, en montones. La regenta una inglesa o una norteamericana de edad. Por treinta y tres euros, hemos comprado cinco libros. Uno policíaco, dos de teatro, otro de filosofía práctica y una novela de un autor desconocido, que mi mano encontró en la base de una columna tambaleante, y extraje con gran trabajo. “¿Qué tal es?”, pregunto a la vendedora. “La he cogido por intuición. Pero la intuición me ha engañado varias veces en cosa de libros.” “Esta vez ha acertado. La novela es buena. La leí hace años y no me acuerdo ni de qué trata, pero sé que me gustó.”
Y heme aquí de vuelta de Sevilla con mis sobados libros nuevos y la sensación de haber regresado a un lugar modificado. ¿Me habré equivocado de dimensión? ¿Habrá recorrido el aeroplano algo más que distancia y tiempo, y me habrá situado en un mundo paralelo casi exactamente igual al que abandoné el martes?
¿O habré cambiado yo mismo?
Pero, ¿por qué? ¿Cómo?
¡Ojala viniera Bombardier de pronto! Hablaría con él de todo esto, y empezaría a vislumbrar una explicación. Racional o irracional. Física o sobrenatural. Material o idealista.
Bombardier es un tipo raro. Se presenta en mi casa sin avisar. A veces, me llama por teléfono. Pero yo no puedo localizarle. No sé dónde vive. No tengo un número de teléfono móvil o fijo donde hallarle. Sé que suena inverosímil. Dos seres humanos se profesan una sincera amistad, carecen de secretos el uno para el otro, pero uno de ellos jamás ha proporcionado al otro ni su dirección ni ningún otro dato que no sea el de que es un ejecutivo medio alto del sistema de Correos. Viaja. Aparece. Desaparece.
Quizá la próxima vez que se descuelgue por aquí me atreva a preguntarle, me enfrente al tabú. Aunque, no sé. ¿Qué sentido tiene romper tabúes? ¿Con qué los sustituiremos, con otro tabú todavía más oscuro, con una mentira, con un mito?
También esta mañana en Sevilla, nos hemos asomado a la iglesia de Santa María la Blanca cuando un sacerdote tan achacoso que apenas se sostenía de pie, celebraba la Misa. El ámbito era un prodigio. Una pequeña iglesia de tres navecillas, de un barroco apabullante, con cuadros religiosos de gran valor artístico (e imagino que moral), una cúpula con unos altorrelieves tan retorcidos que resulta imposible limpiarlos, y sin embargo no estaban completamente sucios de siglos. Y encima del cura, al fondo de un iluminado camarín, la imagen de la Inmaculada vestida de seda blanca recién estrenada.
El cura ha iniciado la Misa disponiendo a las dos docenas de fieles (sin contarnos mi a mi mujer ni a mí) a recibir al Señor. Reconozcamos nuestros pecados y supliquemos el perdón y la gracia de Dios, ha venido a decir. Y ha seguido la vieja salmodia que resonaba en mis neuronas infantiles: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…”
De pronto he imaginado que la cúpula grutesca se derrumbaba, y de entre el polvo de los cascotes emergía un ser indefinido, medio sobrenatural, medio animalesco, medio humano, se cruzaba de brazos o de patas, y decía con voz calmosa y convincente: “No perdáis el tiempo. Estáis dirigiéndoos a un mito. Romped el tabú. Salid a las calles de este barrio milenario y sentíos libres.”
¡Qué dolor tan terrible para aquellas personas! ¡Qué soponcio para el anciano cura!
Desentrañar un tabú. Bien. Pero, ¿sabremos cómo vivir sin él? La época de la razón nos ha dado muchos disgustos.
Y sin embargo, los filósofos y los teólogos de todos los tiempos han coincidido en que no tenemos otro medio para conocernos y conocer el mundo. La razón. La intuición. La reflexión. El esfuerzo. La confianza. La negación. La dialéctica.
¡Ojala apareciera Bombardier! Estas especulaciones son su gran campo de juego.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Fernando, hoy no precisabas de Bombardier. Hoy tenías las claves en tus manos para abrir las puertas a esa otra realidad que se esconde bajo las apariencias.
Hace poco hablabas de mayo del 68. Aquellos jóvenes que una vez, tal vez, fuimos nosotros, buscaban la playa bajo los adoquines. Creo que tú hoy la has encontrado.