Guerrero tibetano, adquirido por Bombardier en un bazar de Lhasa y que ha enviado a un museo valenciano por su extraordinario parecido con el Guerrer de Moixent, para que los expertos en arqueología lo estudien.
Amigo F, por las mañanas, después de hacer una corta sesión de yoga, reconfortado por el frugal desayuno de yogur con muesli y te rojo, asciendo una de las colinas que rodean esta aldea en busca de una compañía que me ofrezca una razón para meditar. Me dejo llevar por mis pasos en cualquier dirección, porque el horizonte es un embudo rocoso con manchas de arbustos de color oliváceo y matorrales cuajados de flores amarillas y anaranjadas. La maraña de zarzas, madroños y enebros, vista desde abajo, está cruzada de estrechos caminos grisáceos, que en realidad son escalones tallados en la piedra. Cada uno de ellos desemboca en un pequeño caserío construido a base de granito y ladrillos cocidos en un tejar próximo al pueblo. Más allá de la cresta de edificios chaparros con ventanas multicolores empieza un bosque de abetos que me separa de tu mundo, que ha sido el mío hasta que llegué aquí decidido a escuchar.
Escucho el susurro de las estrellas, que por la noche titilan con una intensidad desconocida más allá de los páramos, imposible en la ciudad deslumbradora.
Escucho las esquilas del ganado que pasta en las campas invisibles desde la aldea, y que parecen proceder de un mundo paralelo.
Escucho un martinete que evoca a un herrero (oficio que aquí nadie practica), los pasos sobre la grava de los habitantes en su tráfago diario, los golpes de una azada en un huerto, los gritos infantiles en la plaza de la fuente, una copla en el idioma desconocido de los tibetanos cantada por una mujer que imagino joven, el zureo de las palomas, los trinos de los pájaros, cloqueo de gallinas y graznidos de pavos, mugidos y balidos transportados desde lejos por una racha de viento.
Pero también escucho los relatos de los viejos. Los viejos y las viejas. Aquí los jóvenes hablan poco y cuentan menos, porque su corta vida carece de experiencias dignas de mención. Algunos se refieren a la autodeterminación o separación de China . Pero lo hacen sin mucho convencimiento, porque la influencia del gobierno chino en esta aldea donde no alcanza la televisión y donde sólo llegan emisiones de radio de onda corta, estirando un alambre en uno de los caseríos más elevados, la influencia del gobierno central, digo, es imperceptible. Este es un mundo impenetrable.
Los viejos y las viejas hablan de un pasado que suena remotísimo, cuando la guerra se hacía con ballestas, dagas y escopetas, y la dependencia feudal era irresistible. Los matrimonios se concertaban con décadas de antelación , y casi nadie se sentía infeliz por la pareja que el destino le había asignado.
Hoy, los jóvenes prefieren buscar ellos mismos su cónyuge, y con frecuencia se equivocan, pero le echan la culpa al gobierno tiránico de Pekín. Si hubiera abierto mejores caminos, si hubiera construido antenas de transmisiones,… Al escuchar estas razones los abuelos les miran perplejos, les dan la espalda, se retiran a una roca tallada en forma de habitación con mesas de granito que hace las veces de taberna, protegida del viento y también de la lluvia con un toldo de heno, y comentan sus sueños.
Tiene uno que ir muy lejos, muy hacia el Este para encontrarse con el mundo de los sueños. Los nuestros, en Occidente, son sueños banales, fáciles de interpretar, deseos rastreros, con frecuencia paradójicos y, en muchas ocasiones, amorales.
Entre los Tibetanos, los sueños son la materia más importante de su existencia. Hay que interpretarlos. Hay que contrastarlos. Hay que juzgarlos. Hay que fundamentarlos. Y como todos se conocen desde niños, todos intervienen en los sueños de los demás, a veces de un modo literal, cruzándose, injertándose. Aquí la vida soñada no es fantástica, es una lección que debe desentrañarse, y no siempre en asamblea. Después de la conversación, las personas se retiran a sus labores (no existe la jubilación, sólo los incapacitados o los enfermos no hacen nada), y dejan que madure su sueño mientras muñen la vaca o recogen los huevos en el corral.
Te preguntarás qué hago yo aquí, en una aldea impenetrable del remoto Tíbet, cómo he llegado a él, estando sellado por la policía y el ejército chino.
Yo también me lo pregunto. Y cuando observe alguna luz en este misterio, te lo haré llegar a la bitácora.
Un abrazo de Bombardier
Escucho el susurro de las estrellas, que por la noche titilan con una intensidad desconocida más allá de los páramos, imposible en la ciudad deslumbradora.
Escucho las esquilas del ganado que pasta en las campas invisibles desde la aldea, y que parecen proceder de un mundo paralelo.
Escucho un martinete que evoca a un herrero (oficio que aquí nadie practica), los pasos sobre la grava de los habitantes en su tráfago diario, los golpes de una azada en un huerto, los gritos infantiles en la plaza de la fuente, una copla en el idioma desconocido de los tibetanos cantada por una mujer que imagino joven, el zureo de las palomas, los trinos de los pájaros, cloqueo de gallinas y graznidos de pavos, mugidos y balidos transportados desde lejos por una racha de viento.
Pero también escucho los relatos de los viejos. Los viejos y las viejas. Aquí los jóvenes hablan poco y cuentan menos, porque su corta vida carece de experiencias dignas de mención. Algunos se refieren a la autodeterminación o separación de China . Pero lo hacen sin mucho convencimiento, porque la influencia del gobierno chino en esta aldea donde no alcanza la televisión y donde sólo llegan emisiones de radio de onda corta, estirando un alambre en uno de los caseríos más elevados, la influencia del gobierno central, digo, es imperceptible. Este es un mundo impenetrable.
Los viejos y las viejas hablan de un pasado que suena remotísimo, cuando la guerra se hacía con ballestas, dagas y escopetas, y la dependencia feudal era irresistible. Los matrimonios se concertaban con décadas de antelación , y casi nadie se sentía infeliz por la pareja que el destino le había asignado.
Hoy, los jóvenes prefieren buscar ellos mismos su cónyuge, y con frecuencia se equivocan, pero le echan la culpa al gobierno tiránico de Pekín. Si hubiera abierto mejores caminos, si hubiera construido antenas de transmisiones,… Al escuchar estas razones los abuelos les miran perplejos, les dan la espalda, se retiran a una roca tallada en forma de habitación con mesas de granito que hace las veces de taberna, protegida del viento y también de la lluvia con un toldo de heno, y comentan sus sueños.
Tiene uno que ir muy lejos, muy hacia el Este para encontrarse con el mundo de los sueños. Los nuestros, en Occidente, son sueños banales, fáciles de interpretar, deseos rastreros, con frecuencia paradójicos y, en muchas ocasiones, amorales.
Entre los Tibetanos, los sueños son la materia más importante de su existencia. Hay que interpretarlos. Hay que contrastarlos. Hay que juzgarlos. Hay que fundamentarlos. Y como todos se conocen desde niños, todos intervienen en los sueños de los demás, a veces de un modo literal, cruzándose, injertándose. Aquí la vida soñada no es fantástica, es una lección que debe desentrañarse, y no siempre en asamblea. Después de la conversación, las personas se retiran a sus labores (no existe la jubilación, sólo los incapacitados o los enfermos no hacen nada), y dejan que madure su sueño mientras muñen la vaca o recogen los huevos en el corral.
Te preguntarás qué hago yo aquí, en una aldea impenetrable del remoto Tíbet, cómo he llegado a él, estando sellado por la policía y el ejército chino.
Yo también me lo pregunto. Y cuando observe alguna luz en este misterio, te lo haré llegar a la bitácora.
Un abrazo de Bombardier
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