Sensaciones, ideas y fantasías

miércoles, 11 de junio de 2008


EL REZUMAR DEL DEPÓSITO

Los sueños son un territorio inexplorado por la ciencia. No se atreven con ella los científicos, porque no se someten al sistema de análisis, comprobación y conclusiones. Sólo los padres de la psicología, que eran unos temerarios, se sacaron teorías de la manga, que hoy la ciencia pone en entredicho.
¿Significan algo los sueños? ¿Nos advierten, nos previenen, nos iluminan, nos condenan? ¿Por qué demonios soñamos?
Esta noche he soñado con Bombardier. Le veía en lo alto de una peña granítica, acaso un pico tibetano. No es que se pareciera a Charlton Heston en “Los Diez Mandamientos”, descendiendo del Sinaí con las Tablas de la Ley debajo del brazo. Pero lo recuerdo así. Eso quiere decir que me pareció un trasunto de Moisés. No paraba de hablar, era como un loro en un púlpito. Yo quería interrumpirle con preguntas, necesitaba que me hiciera precisiones, pero Bombardier hablaba y hablaba en un tono de gramófono decimonónico, de primer actor de una comedia épica interpretada por Sarah Bernhard.

Esto decía.

El mundo cambia y no nos aprovecha. Nos perdemos el mundo o el mundo nos pierde a nosotros. De nuestro carácter depende que nos hagamos responsables de haber dejado escapar al mundo o que le reprochemos su velocidad vertiginosa.
Nos obsesiona la velocidad, nos preocupa llegar a todas partes rápidamente, acabar las cosas enseguida. No permitimos que nada forme poso en nuestra conciencia. Nos parece que los demás corren más que nosotros y esto nos desasosiega.
Pasan muchas cosas importantes, cantidad de cosas grandes. Y a nosotros se nos escapan. La constancia de este hecho evidente nos tortura. Y nos afecta aún más cuando admitimos que todo lo formidable que sucede nos incumbe, sin poder intervenir. No sabemos cuándo intervenir, cómo intervenir. Siempre hay alguien que se nos adelanta.
En ocasiones nos sentimos inspirados, nos sentimos pletóricos. Querríamos aprovecharlo todo, conocer aquellas cosas que se asoman más allá del horizonte como promesas de virtud. Pero no somos capaces. Al poco de emprender el trabajo, nuestra atención se dispersa. Cuanto más queremos abarcar, menos entendemos, menos disfrutamos.
Tenemos conciencia de vivir una época pragmática, utilitaria, limpia, sin hipocresías. Sin embargo, la mayoría de nuestras satisfacciones son artificiales, fruto de una convención social por la cual reconocemos la satisfacción ajena pero no la propia.
Nos apartamos de nosotros mismos, tomamos distancia, y descubrimos que la insatisfacción es general. Buscamos las causas, nos afanamos en cavar hondo dentro de nosotros para erradicar la angustia, y hallamos todo tipo de razones, con frecuencia contradictorias. Todos los filósofos tienen razón. Todos los terapeutas nos dicen algo útil. Todos los libros de autoayuda dan en el clavo en alguna de sus páginas.
Los sociólogos escriben estudios basados en informes y en encuestas, representan las miserias humanas en gráficos estadísticos. Los políticos levantan muros y luego los derrumban. Los militares invaden otros estados y se marchan de ellos. Igual que las teorías filosóficas, las naciones son arrasadas y vueltas a edificar.
Pero la insatisfacción no cesa, la angustia persiste en el hombre, tanto si lo reconoce como si huye del pesar en cualquier dirección narcotizante. Tratamos de convencernos de que nuestra época es distinta, de que hemos adelantado, reducido nuestra profunda inquietud. Pero no podemos engañarnos mucho tiempo.
Por fin nos resignamos a seguir viviendo. Nos convencemos de que debemos aguantar, esperar.
Nos asomamos a un balcón, miramos el paso de la multitud, nos fijamos en personas que jamás volveremos a encontrar, alguien recostado en la ventanilla de un autobús, sentado en la terraza de una cafetería, parado delante de un semáforo. Y en una fracción de segundo captamos un pulso formidable. El pulso de la vida que se descarga como los hilitos que fluyen por la pared húmeda de un gigantesco depósito de agua.
Yo pienso entonces en ese inmenso caudal, sostenido por unas finas y potentes columnas cincuenta metros por encima de mi cabeza, y veo en él un símbolo de lo que busco, del misterio inexplicable que me desasosiega. El origen de todo, contenido allí arriba en millones de litros. Y me gustaría tener la capacidad de seguir el camino de esa masa de agua por las cañerías ocultas hasta cada grifo de cocina o de baño, hasta la intimidad de las personas.
Tengo la explicación sobre mi cabeza, gigantesca, poderosa. Pero no me sirve. No la entiendo. Y sigo observando los hilitos de agua que rezuma el depósito. Me gusta hacerlo.

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