Sensaciones, ideas y fantasías

jueves, 14 de febrero de 2008

Una convivencia a codazos

ARCO y ART MADRID

Dos ferias de arte conviven a codazos esta semana en Madrid.
Una es para galeristas y marchantes aristócratas, superricos, ricos, menos ricos pero privilegiados, y afortunados sin pedigrí. Se llama ARCO (Arte Contemporáneo), y funciona desde 1982.
La otra es para ricos rechazados de Arco por los dirigentes de Arco, menos ricos y clase media aspirante a un espacio en la esférica superficie del arte. Se llama Art Madrid, y ésta es su tercera edición.

Para hacerse una idea de lo que es hoy el arte basta con visitarlas una detrás de otra, sin importar el orden.
Todo lo que hoy se produce con propósitos artísticos se encuentra en alguna de ellas: pintura enmarcada, sin enmarcar, convencional, rompedora, figurativa, abstraccionista, arte pobre, arte rico, escultura, dibujo, instalación, performance, enjuague, provocación, simpleza, objetos inclasificables, objetos incalificables, videoarte, ciberarte, estupiarte. Todo.
La mejor forma de responder a la pregunta, ¿Qué es el arte moderno?, es dedicar unos días a visitar Arco y Art Madrid. Se ahorra uno conferencias pedantes, un dineral en libros muy bien encuadernados e ilustrados, en ensayos indigestos, y muchas horas quemándose las cejas ante revistas lujosas e inquietantes.
Unas horas en Arco y en Art Madrid son tan ilustrativas a este efecto como el mismo tiempo en la feria de Basilea. No creo yo que lo que se ve en Basilea supere en significado artístico a lo que se ve en Madrid, salvo que lo que uno busque sea provocar la envidia y la admiración de los amigos: “Vengo de Basel”, “¡Qué suerte, tío!”
Larry Shiner, un historiador y crítico de arte, asegura en su libro La Invención del Arte que el arte es una estructura, un conglomerado, un complejo del que forman parte los artistas y sus obras, los mecenas, los museos, las instituciones, los galeristas, los críticos, los historiadores, y todo aquel o aquello que tiene que ver con el fenómeno creativo, por ejemplo, los consumidores de arte.
Esto, que parece una definición hecha para huir de un compromiso (acaso académico) se hace realidad, se percibe, se palpa y se ve en una feria internacional de arte como son Arco y Art Madrid, y la de Basilea, la de Londres, País, Bolonia o Miami. En cada una de ellas se verá casi lo mismo, dispuesto de un modo diferente quizá, pero con idéntico propósito de abrumar al visitante, de sorprenderlo, de exaltarlo, de conmoverlo, de desvalijarlo.
Para alcanzar las mayores profundidades del concepto del arte, vale la pena echar una ojeada a la carpeta de Prensa o al catálogo (40 euros). No, leer, no, porque al final te sientes tan cansado y tan ahíto, que corres el peligro de quedarte atrapado en la letra y en la imagen, y te puedes limitar a dar una vuelta a paso ligero por los pasillos exteriores, que son los más llamativos, como es natural (aunque los diseñadores de Arco sostienen que han “democratizado” la arquitectura de la feria, cosa a todas luces no ya exagerada sino falsa; no nos tomen el pelo, señores arquitectos, que no somos tan listos como ustedes, pero tampoco somos unos ingenuos).
Bien, hojeemos, pues, la documentación y desechemos la hojarasca. Palabras vacías como arte expandido, artistas emergentes, centros periféricos del arte (¿porqué se empeñan los brujos de la modernidad en acuñar paradojas?, ¿así es como explican y aclaran los nuevos conceptos?), diálogo intercultural, expresión identitaria, espacios de experimentación, etc.
A continuación, zambullámonos en el caos. Sin restricciones, sin prejuicios, sin orientación. Es la mejor forma de ver lo que hay, no lo que los organizadores desean que veamos. Observemos la pedantería de muchos, la timidez de algunos, el exhibicionismo de unos pocos, los nervios de los responsables del montaje, la fatiga de las azafatas que reparten folletos (incluidos diarios y revistas), la gloria de los jóvenes afortunados, la perplejidad sofocada de muchos visitantes, el jolgorio de los procaces.
Y a la vez, observemos lo que se supone que es el arte de hoy. Cuadros, muchos cuadros: oleos, acrílicos, figuras, chafarrinones, dibujos toscos (¿qué demonios hacen aquí, no es que sean feos, es que son malos, algo mucho peor que el bad art?, y también objetos colgados de las paredes, objetos aparentemente abandonados en el suelo, monstruos, seres humanos y animales a tamaño natural (disecados los segundos, de fibra de vidrio o silicona, los primeros), tuberías, estatuas casi convencionales, trozos de leña, cubos de piedra arrancados directamente de una cantera, cachos de cobre o de hierro, amasijos de hojalata pintarrajeada…
Esto es lo que se ve. Y declaraciones de intenciones, o frases estúpidas, incoherentes o cínicas.

Arco es más atrevido que Art Madrid. Art Madrid es más mercado, un espacio (un lugar) donde lo que se vende suele ser comprensible, responde a unas características homologadas, a unas facturas identificables. A mí, el mercado me tranquiliza cuando se trata de la compraventa de arte. En Arco, donde la intención dominante es a ver quién desconcierta más, a ver quién provoca más exclamaciones, los productos artísticos son a veces difusos (no discutibles, no confusos). Por ejemplo, uno ve una escalera en medio de una galería, y hasta que no se acerca y ve la etiqueta con el nombre del autor, no sabe si es una obra de arte o un descuido del servicio de mantenimiento.
Cierta galería austriaca vendía por unos treinta mil euros un juego compuesto por dos sillones, una mesita, una alfombra, una televisión (también con mesita), todo pintado al modo de una tela de camuflaje; en la pared había dos cuadros con divisas de unidades militares, y en la pantalla de la tele se veía a George C. Scott interpretando al general Patton, ante una gigantesca bandera de los Estados Unidos arengando a las tropas; la chifladura artística era que en lugar de escucharse el discurso del guión de la película, la boca de Scott emitía, aparentemente, una receta de cocina. A la pregunta de quién podía comprar eso (por cierto, lo vendían por partes, uno podía quedarse con un sillón, con una mesita, o con el general Patton recitando recetas), la respuesta sincera fue, “Bueno, un museo”. No me preocupé de averiguar quién era el autor de la astracanada. ¡Qué más da!
Zambullámonos en el arte del mismo modo que uno que no sabe nadar se tira a una piscina. Con coraje, con cierta desesperación, con pánico, y con un salvavidas de sentido común en la mano.

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