Sensaciones, ideas y fantasías

martes, 5 de febrero de 2008

Un dilema ético de Bombardier

Mi amigo Bombardier es crítico e historiador del arte, aunque se gana la vida como funcionario de Correos. Al cabo de un montón de años de profesión (ambas, la vocacional y la alimenticia) se le ha presentado un dilema ético que intentaré resumir. Si alguno de los misteriosos viajeros de la blogosfera recala en esta página y lee esta entrada, le ruego que me ofrezca alguna idea, si es tan amable.
Mi amigo Bombardier optó por Correos en su día porque sus obligaciones como funcionario le proporcionaban los ingresos necesarios para alimentar, vestir y albergar a su familia (y salir de vacaciones y todo eso), y a la vez le dejaban tiempo para dedicarse a su pasión por la observación y el estudio del arte, sobre todo del plástico.
En los últimos años, Bombardier ha dedicado mucha atención a las nuevas formas del arte, a saber: videoarte, art-net, instalaciones de arte , performances de arte, etc. El resultado de sus esfuerzos es una enorme frustración y una vasta decepción. Y también un humor de perros, que lleva puesto a todas horas como una fea peluca.
Como ejemplo de las causas de la irritación de mi amigo cito tres textos explicativos de tres exposiciones distintas, distantes, pero muy próximas en la majadería... alternativa.
A) La obra remite a las complejas relaciones humanas, en las cuales existe una lucha por la supervivencia y por la identidad personal. También aborda una problemática social: las fronteras características de nuestros tiempos, que por una parte aparentan no existir; y por otra, aparecen insuperables en su invisibilidad.
B) La idea central de este trabajo no es tanto transformar el entorno como interrogarlo, hacerlo hablar de su pasado mediante un corredor de temperatura y de luz que evoca la memoria del lugar.
C) [Talcosa] ofrece una fórmula alternativa para construir tejido cultural y pone el acento en el proceso, más que en el producto final [y] actúa como catalizador entre creadores y ciudadanos para buscar y presentar formas alternativas de creación, de expresión y de pensamiento.
Los ejemplos son aleatorios, mejor dicho oportunos, porque son los que tengo más a mano. Si me pongo a buscar en las “revistas especializadas” encontraría sin esfuerzo un aluvión de textos rimbombantes, indescifrables, provocadores, repugnantes, etc.
Vayamos al dilema moral de mi amigo Bombardier. El otro día asistió a la conferencia de un británico que explicaba a un público mayoritariamente juvenil, desaliñado y propalestino (los chavales llevaban la kafiya de Arafat, pero en el pescuezo), aunque en el público había algunos tipos raros (por la convencionalidad de su atuendo) como él.
Pues bien, el artista británico dedicó hora y media a dar explicaciones sobre diversas actividades performativas realizadas por él y su grupo en diversas ciudades occidentales. En las actividades (Bombardier consideró una pérdida de tiempo aclararme el desarrollo y sentido de las mismas) intervenían teléfonos móviles, ordenadores personales, bicicletas, proyecciones audiovisuales, artefactos conectados a un ordenador para que, supuestamente, los espectadores interactuaran. Interactuar era la palabra clave. Los objetivos, todos benéficos, salvíficos: sensibilizar la conciencia de los intervinientes en diversos aspectos sociales y políticos.
Las actividades costaban un dineral. Se llevaban a cabo gracias al concurso de decenas de técnicos cualificadísimos. La infraestructura utilizada era carísima. Como es natural, estaban subvencionadas por fundaciones e instituciones académicas y no académicas de diversa ralea; hasta por empresas privadas de renombre.
La gota que colmó el vaso de la resistencia de Bombardier fue conocer que el artista británico recorría el mundo haciendo apostolado de su invención performativa, cobrando emolumentos y dietas de nada despreciable magnitud. ¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo?, se preguntó su yo concupiscente. Porque ganarse la vida aprovechándose de la majadería de ciertos sectores sociales es algo inmoral, balbuceó su yo honorable. A decir verdad, Bombardier había conocido a algunos de estos tipos despabilados en otras esferas profesionales, no en el arte. Y mi amigo es de esos que elevan el arte a los altares, y lo tiene como un sucedáneo moderno de la religión. A Bombardier le indigna ese tinglado de comisarios-inquisidores que consagra o excomulga artistas viejos y nuevos, y no soporta la retórica del nuevo arte “político”, una falsificación de estos tiempos perversos, pues él interpreta “arte político” como el arte correspondiente a los que ejercen la política, esa banda de egoístas, fabuladores, sinvergüenzas, pícaros, atrevidos ignorantes, déspotas e incluso psicópatas; así pues, arte “político” es el arte que gusta y conviene a los políticos, no el que hace denuncia política.
Bien. Poco después de esta conferencia, Bombardier se hallaba en una oficina postal. Mi amigo es funcionario de despacho, ojo, se encontraba casualmente en aquel ámbito que le es tan propio como ajeno, es decir, recogiendo un certificado.
A la cola se incorporó una familia de inmigrantes, quizá de un país del este: padre, madre y dos niños, uno en carrito de bebé. El niño mayor tendría ocho o diez años, y se entretuvo haciendo garabatos con unos rotuladores que llevaba. Cuando se le acabó el papel, empezó a coger impresos del mostrador y a inundarlos de colores, rayas, masas, círculos, polígonos… Bombardier estuvo observando sin disimulo el concienzudo trabajo del artista, y con el rabillo del ojo se dio cuenta de que uno de los funcionarios hacía lo mismo. Mi amigo pensó que de un momento a otro el tipo le echaría una bronca. Pero no ocurrió nada.
Cuando la familia se marchó, encima del mostrador quedó la colección de papeles ilustrados. Entonces, el funcionario vigilante los cogió y se los guardó en una carpeta.
Intrigado, Bombardier se identificó ante su subalterno y le preguntó amablemente que por qué guardaba aquello. El tipo, algo azorado, sacó los papelotes y le explicó que formaba parte de una oenegé dedicada a no sé qué buenas acciones hacia los niños, los inmigrantes, los enfermos mentales, las víctimas del racismo… en fin, de todo, y que abrigaban la idea de hacer una exposición de pintura naif, y que lo que había garabateado el niño extranjero le había gustado. Bombardier observó con detenimiento los papeles y descubrió que eran estupendas abstracciones llenas de equilibrio, espontaneidad, intensidad y mucho más auténticas que la mayoría de lo que se exhibe (o exhibía) en las galerías comerciales y en los museos. Alabó el propósito del funcionario, y se marchó tan contento.
Pero al día siguiente, otro subordinado le visitó en su despacho con una información desgarradora. La visita se había enterado del suceso de la oficina postal a través de otro funcionario, y la explicación que había recibido difería radicalmente de la que le dieron a Bombardier. Al parecer, el que se había quedado con los papelotes ilustrados estaba estudiando Bellas Artes, y utilizaba aquel material y otro de origen parecido para realizar cuadros que recibían las mejores alabanzas de sus profesores y condiscípulos, admirados todos de la fuerza vital de sus composiciones.
¿Cuál es el dilema moral de mi amigo Bombardier?
Se ha empecinado en que quiere buscar a la familia de inmigrantes, recoger el material artístico del niño y presentarlo en la facultad de Bellas Artes para hacer una exposición debidamente promocionada, y comisariada por él mismo, que tiene cierta mano en el lugar. No es que quiera hundir en la miseria al funcionario de correos, dice él, sino abrir la puerta del edifico del arte al niño, que se le reconozca, que se le aprecie, que se le pague por su trabajo. “¡Pero si no ha trabajado! ¡Si para él es un juego!”, le digo con el objeto de disuadirle de semejante embrollo. “¿Y qué es el arte verdadero si no un juego? Un juego sagrado.”
¿Tiene razón mi amigo Bombardier?

No hay comentarios: