El señor Shuzaku ha descubierto con júbilo el barroco Valenciano. El señor Shuzaku es cliente de mi amigo Bombardier, que tiene un negocio internáutico de sellos o algo así. El señor Shuzaku no había venido nunca a Europa, por la que no sentía el menor interés. Su cambio de actitud se ha debido a los buenos oficios de Bombardier, que ama su tierra y hace buena propaganda de ella (Sánchez Dragó no le incluiría entre sus estigmatizados).
Sin embargo, el señor Shuzaku se presentó en Valencia cuando Bombardier había salido a un corto viaje, y tuve yo que ejercer de cicerone los dos primeros días.
Ignorante de los gustos y los deseos turísticos del señor Shuzaku, al recogerle en su hotel, mis pasos nos llevaron al Mercado Central, un escenario que fascina a todos los forasteros.
De él cruzamos a la Lonja, cuyos merlones coronados se recortaban espléndidos en el cielo azul del invierno.
El señor Shuzaku y yo nos hablábamos en un inglés a cual más espantoso, pero nos entendíamos, cosa sorprendente. Sin embargo, nos ocupaba mucho tiempo deshacer malentendidos. Por ejemplo, creí que el turista nipón deseaba ver algo de arte contemporáneo, y como en la zona hay al menos media docena de galerías privadas e institucionales, le lleve por todas como a zorro por rastrojo. En las dos últimas me pareció que el señor Shuzaku se estaba aburriendo como un sapo en una duna del desierto del Sahel.
Le conduje, pues, a una cafetería que apestaba a tabaco de la plaza del doctor Cortezo, y el señor Shuzaku pareció resucitar. Sacó un paquete de cigarrillos, y se puso a fumar con gran consuelo de mi parte. Relajados ambos, y a base de tanteos, descubrimos que el señor Shuzaku había creído entender que yo tenía un interés especial en visitar galerías de arte aquella tarde, aprovechando el paseo, y que él había accedido por parecerle cortés, aunque el arte moderno era algo que le dejaba mucho más indiferente que Europa, es más, que incluso le provocaba malhumor por razones difíciles de explicar, y menos en una lengua extranjera.
No tardamos en salir del fumadero pestilente, para alivio mío. El sol se había puesto y aquel barrio valenciano íntimo y transitable (que a mí me evoca al Trastévere de Roma) estaba envuelto en la luz acaramelada de las farolas. Volvimos a pasar por la fachada de la Lonja, reluciente, seductora como una joven vestida con indumentaria medieval.
De pronto, el señor Shuzaku extendió la mano izquierda (olvidaba decir que le falta el brazo derecho que, según creí entender, mal por supuesto, perdió en la guerra del Pacífico, algo imposible por su edad) y señaló a la iglesia de los Santos Juanes, cuya exuberante torre del reloj asomaba por encima de las ramas preñadas de fruta de un naranjo borde .
Sin embargo, el señor Shuzaku se presentó en Valencia cuando Bombardier había salido a un corto viaje, y tuve yo que ejercer de cicerone los dos primeros días.
Ignorante de los gustos y los deseos turísticos del señor Shuzaku, al recogerle en su hotel, mis pasos nos llevaron al Mercado Central, un escenario que fascina a todos los forasteros.
De él cruzamos a la Lonja, cuyos merlones coronados se recortaban espléndidos en el cielo azul del invierno.
El señor Shuzaku y yo nos hablábamos en un inglés a cual más espantoso, pero nos entendíamos, cosa sorprendente. Sin embargo, nos ocupaba mucho tiempo deshacer malentendidos. Por ejemplo, creí que el turista nipón deseaba ver algo de arte contemporáneo, y como en la zona hay al menos media docena de galerías privadas e institucionales, le lleve por todas como a zorro por rastrojo. En las dos últimas me pareció que el señor Shuzaku se estaba aburriendo como un sapo en una duna del desierto del Sahel.
Le conduje, pues, a una cafetería que apestaba a tabaco de la plaza del doctor Cortezo, y el señor Shuzaku pareció resucitar. Sacó un paquete de cigarrillos, y se puso a fumar con gran consuelo de mi parte. Relajados ambos, y a base de tanteos, descubrimos que el señor Shuzaku había creído entender que yo tenía un interés especial en visitar galerías de arte aquella tarde, aprovechando el paseo, y que él había accedido por parecerle cortés, aunque el arte moderno era algo que le dejaba mucho más indiferente que Europa, es más, que incluso le provocaba malhumor por razones difíciles de explicar, y menos en una lengua extranjera.
No tardamos en salir del fumadero pestilente, para alivio mío. El sol se había puesto y aquel barrio valenciano íntimo y transitable (que a mí me evoca al Trastévere de Roma) estaba envuelto en la luz acaramelada de las farolas. Volvimos a pasar por la fachada de la Lonja, reluciente, seductora como una joven vestida con indumentaria medieval.
De pronto, el señor Shuzaku extendió la mano izquierda (olvidaba decir que le falta el brazo derecho que, según creí entender, mal por supuesto, perdió en la guerra del Pacífico, algo imposible por su edad) y señaló a la iglesia de los Santos Juanes, cuya exuberante torre del reloj asomaba por encima de las ramas preñadas de fruta de un naranjo borde .
Al principio, me desconcerté. Es el desconcierto de los tontos que miran las cosas a través de la lente de las ideas preconcebidas. En lugar de decirme, “mira que bien, le voy a enseñar a este japonés una muestra española por los cuatro costados”, me pregunté, “¿porqué demonios le interesará a este hombre de una iglesia barroca?”
Pero ante las muestras de entusiasmo del señor Shuzaku, reaccioné, y empecé a servirle la poca información que tengo de la iglesia. Para ello le leí los datos que hay en un poste turístico ante la fachada, desde la que emitía su divina protección la formidable Virgen del Rosario labrada en piedra. Edificio religioso de origen gótico, barroquizado tras un incendio que lo dañó seriamente en el siglo XVI. Contiene frescos de Antonio Palomino, pintados en la bóveda del cañón a principios del siglo XVIII. Fue quemada dos veces por las turbas anticlericales durante la guerra civil. Ha estado cerrada al culto durante años. Ahora se puede visitar, y ver la restauración en curso de los frescos, así como su nave y sus capillas.
Es lo que hicimos el señor Shuzaku y yo, que no había entrado nunca en los Santos Juanes. Estaba iluminado el interior con esa luz insuficiente (alguno diría, mortecina) que decepciona al agnóstico y hace recogerse al devoto. Los frescos, renegridos por los castigos infligidos hace sesenta años, había que imaginarlos. Destacaban, pegadas a los muros, las estatuas solemnes y blancas, quizá de yeso, de los doce hijos de Israel o Jacob. Rodeamos la nave, asomándonos a las capillas laterales, de Santa Rita, de San José, y nos colamos en una destacada del edificio principal, en la que hacen guardia dos estatuas colosales que debieron de estar situadas antaño en otro lugar.
Todo lo observaba el señor Shuzaku con interés y deleite. Al principio intenté ilustrarle. Pero renuncié enseguida, por mi falta de conocimiento y por la dificultad de hacerlo en inglés. Me sorprendía, sin embargo, la fascinación de aquel hombre, un japonés con una idea muy somera de la fe que inspiró un edificio y su contenido religioso.
Me intrigaba esta cuestión, y fui capaz de articularla, poniéndola en relación con las visitas culturales que habíamos realizado antes. ¿Cómo era que el señor Shuzaku se sintiera tan distante del arte moderno, común al planeta entero, y fuera capaz de disfrutar con un arte antiguo, periclitado, de una religión ajena a su cultura?
El señor Shuzaku detuvo su marcha ante un busto de Blasco Ibáñez que acecha a los transeúntes en la calle de María Cristina, (nos dirigíamos de vuelta a su hotel), se cogió la barba con su única mano, miró al suelo, luego clavó sus ojos en mí, y me dijo muy despacito, haciendo un esfuerzo de claridad, “Lo que usted dice es cierto. Pero soy incapaz de darle una explicación. Al menos en otro idioma que no sea el mío.” “Hágalo en japonés”, le invité.
Y se puso a hablar durante un rato.
Lejos de sentirme incómodo o perdido ante sus palabras, las fui entendiendo con precisión. No me pidan ustedes que razone este absurdo. El caso es que lo entendí todo. Porque siempre se entiende aquello que está hecho o dicho para ser comprendido.
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