Hará cosa de veinte años leí la última novela publicada por Hermann Hesse (creo que en 1946), El Juego de los Abalorios. Fue una experiencia intensa, sobrecogedora, indeleble. La paradoja es que al volverla a leer hoy apenas reconocía las huellas que dejó, es decir, era como si no las hubiera dejado. ¡Pero lo hizo! ¿Entonces? ¡Se habían borrado!
He aquí una explicación plausible: yo he cambiado tanto mi forma de mirar y de ver el mundo, que aquello que aprendí cuando pensaba tan distintamente se ha desencajado.
El Juego de los Abalorios me fue recomendada por un amigo de la infancia que se había hecho cura. Quería compartir conmigo una formidable revelación. Me pregunto qué sentiría hoy mi amigo si releyera la novela, cómo se habrá moldeado El juego de los Abalorios en su memoria.
Cambiar de prisma moral produce unos curiosos efectos. Hay cosas que uno aprendió cuando veía el mundo de otro modo, cosas medulares en el pensamiento que le dominaba a uno, que chocan de frente con el nuevo punto de vista. El segundo se impone sobre el primero, y santas pascuas. Sin embargo también hay cosas importantes que uno aprendió antaño, pero que no tenían nada que ver con el pensamiento dominante. Al cambiar de punto de vista, hogaño, estas cosas no chocan con nada, puede que hasta se amolden mejor. Pero están disueltas, han perdido consistencia debido al roce que han mantenido durante años con un pensamiento muy ajeno a ellas.
Exactamente eso es lo que me ha pasado con El Juego de los Abalorios. La impronta dejada no resistió el efecto disolvente de una forma escéptica, casi cínica de observar y de ver el mundo, y fue diluyéndose.
Creo que he llegado a tiempo de rescatar mucho de aquella impronta.
La primera mitad del siglo XX fue una época folletinesca para el anónimo autor (en la ficción) de El Juego de los Abalorios. Así es como veía su tiempo Hermann Hesse, y lo retrató con precisión implacable.
La “música del ocaso”, dice, vibró durante decenios cual bajo un órgano amenazador, corrió como reguero de corrupción por escuelas, revistas y academias, y fluyó como manía melancólica y epidemia de sensibilidad entre los artistas y críticos de la época e hizo estragos en las artes bajo la forma de un furibundo exceso de producción por parte de los simples aficionados. Si una mente lúcida veía el mundo así en 1940, ¿qué reacción habría tenido de vivir en la presente?
Describe también Hesse la postura cínica que surgía ante la decadencia.
Seguir la danza y declarar anticuada bobería cualquier preocupación por el porvenir, cantar impresionantes folletines acerca del próximo fin del arte, de la ciencia, del idioma, entronizar una total desmoralización del espíritu y una inflación de los conceptos en aquel folletinesco mundo autoedificado de papel, sin otro móvil que una especie de placer suicida y proceder como si se asistiera con descarada indiferencia o desenfreno báquico al hundimiento no sólo del arte del espíritu, de la ética y de la probidad, sino también de Europa y del mundo.
Si cambiamos la referencia al mundo autoedificado de papel por la de un mundo autoedificado por los medios audiovisuales, la descripción de Hesse de 1940 sigue vigente.
Cabe preguntarse cómo es la decadencia tan larga, y sobre todo cuánto dura la conciencia que se tiene de ella, sin haber producido el menor efecto terapéutico.
Será que las interpretaciones de la realidad no se convierten siempre en acción. El mundo de hoy, tecnificado, digitalizado, globalizado y todo eso no reacciona al pensamiento por brillante e imaginativo que sea, y hace como una pantalla flexible y bien tirante en un bastidor: por mucho que la empujemos y queramos darle forma, en cuanto retiramos la mano de ella, regresa a su tensa tersura.
El Juego de los Abalorios comienza como la biografía de un individuo notable del año dos mil y pico, cuando el mundo había dejado de ser folletinesco, según aventuradas previsiones de Hesse. Se guarda mucho éste de describir las circunstancias de ese nuevo mundo, primero porque no es amigo de descripciones innecesarias, así como porque quiere evitarse el riesgo de quedar en ridículo si su novela se leyera en el año 2200, por ejemplo, pero sobre todo porque lo que le importa es la vida interior del protagonista, José Knecht. Algo menos de la mitad de la novela es un relato de la formación de Knecht, desde su ingreso en la Orden Castalia de los intelectualizados jugadores de abalorios, hasta su debido y planificado ingreso en la elite dirigente de esa orden, tras haber sido puesto a prueba.
Y es a partir del encuentro de Knecht con el prior benedictino Jacobo, cuando los conflictos empiezan a emerger. Conflictos apoteósicos.
Lo iremos viendo.