Imagino a Miron Smidák en pie, saturado de melancolía. Observa desde su apartamento en el barrio de Hradcanská los árboles legendarios de la plaza de Puskin. Soporta Miron la extrema delgadez de su cuerpo mortal. No ve a los niños que juegan en los columpios de Puskinovo nam. Ni a la joven camarera de la cafetería de la esquina de la calle Uralská, que recoge de la terraza varias botellas de cerveza acabadas de consumir. Sus ojos intentan capturar la extrema ingravidez de la música.
Miron Smidák es pianista. Tiene 28 años, y un currículum escrito con el neón intermitente de los premios. Necesita estar cómodo para interpretar. Por eso viste trajes de etiqueta que le vienen grandes, como salvavidas con pajarita.
Se encarama al podio metálico que hace de escenario, se apoya en el piano y se inclina para agradecer los aplausos del público. Acomoda la banqueta a su gusto, y sin permitirse una pausa, arranca a tocar las Tres Danzas Checas de Bohuslav Martinú.
Estoy en el salón de actos del MuVIM de Valencia. Asisto al concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, fotógrafo. No es un lugar apropiado para la interpretación musical. Pero las manos de Miron Smidák actúan con tan gran efecto en el teclado, que la melodía fluye del piano y compensa la calidez que falta en la arquitectura.
Atrevido aficionado a la música, las Tres Danzas Checas me evocan a Falla, a Turina, a Granados. Distingo en las notas que ejecuta Miron Smidák un colorido atenuado, un aleteo de ave más nocturna que diurna. Es el eco de Centroeuropa, distante del ibérico, aunque se reconozca en él la época. Los tres autores checos escogidos por Miron Smidák, a saber, Bohuslav Martinú, Erwing Schulhoff y Jaroslav Jézek, crearon sus obras en el primer tercio del siglo XX, como mis referencias españolas, Falla, Turina, Granados. En este parentesco cronológico se reconocen todos, en la descomposición formal y cromática de sus composiciones. Nos recreamos en una época que desmonta, a veces con crueldad, con impertinencia, las tradiciones del arte, que incluso se quiere cargar el arte mismo.
Y lo que consigue es una montaña de creaciones sublimes. Pocas épocas habrá más fecundas estéticamente en la historia de la humanidad que la primera mitad del siglo XX. En paralelo, pocas décadas serán más catastróficas que aquéllas. Catástrofes urdidas por el ser humano, arte insuperable salido de sus dedos, de su imaginación, de su incertidumbre, de su angustia. Guerras y revoluciones sangrientas a capazos.
Quizá por eso la sonrisa del flaco Miron Smidák es melancólica. A sus veintiocho años, lanzado detrás de su eminente nariz hacia el siglo XXI, quizá no se sienta heredero del siglo en el que nació. Pero lo recrea con soberbia calidad.
Termina con Martinú y hace una pausa, abriéndose paso entre los aplausos hasta el fondo de la sala. Reaparece, hace una reverencia al entregado público, se sienta ante el piano y se pone a meditar mientras la gente cuchichea o saca un caramelito y lo desenvuelve con impunidad exasperante (debería bajar una grúa del techo y arrebatar a estos impertinentes de la sala). Luego de musitar lo que parece una oración, empieza con la Sonata Nº 3 de Erwin Schulhoff: Moderato cantábile, Andante, Alegro Molto, Marcia fúnebre y Alegretto moderato. Los fragmentos de la melodía salen disparados o flotando del piano y se arremolinan en el severo espacio a la búsqueda de unas paredes que los abracen afectuosas en lugar de rebotarlos con desdén.
El final del concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, Fotógrafo son diez canciones de Jaroslav Jezek. Ragtime, jazz, fox trot, charlestón… También surgen las comparaciones en mi cabeza de aficionado atrevido. Pero estas encajan muy poco. Las tonadillas, las zarzuelas, las operetas españolas de los años 20 y 30 tienen poco que ver con las composiciones de los músicos franceses, alemanes, británicos o norteamericanos.
Poco tendrían que ver Tomás Bretón, José Serrano, Amadeo Vives, Pablo Luna o Sorozábal con ese desconocido para mí Jaroslav Jezek. Probablemente lo que les equipare sea su decisión de meter a la vida popular en un pentagrama. España, como Italia, es la gran excepción en la música popular y en la pintura vanguardista europeas (dos extremos, qué curioso) de las primeras décadas del siglo XX. La tradición pesa tanto en el Mediterráneo que, en la música, es impermeable a los ritmos norteamericanos hasta los años 60.
Kurt Tucholsky, Rudolf Nelson, Friedrich Hollaender, y después Kurt Weil, viven en una sociedad urbana, frenética, industrial, politizada, partida en violentos intereses, y lo reflejan con un genio asombroso. Me figuro que Jaroslav Jezek pertenecerá a la misma camada de músicos feroces y feraces.
A parte del talento musical extraído de los genios norteamericanos (Irving Berlin, George Gershwin, Cole Porter), Jezek pone unos títulos embriagadores a sus composiciones: El cielo en la tierra, El mundo azul oscuro, El sombrero en los matorrales, haciendo un ramo de flores…
Pero hay uno que me ha impresionado: Zivot je jen náhoda, La vida es una casualidad.
Una casualidad quiso que yo estuviera presente en este concierto. Una jubilosa casualidad, que acaso también haya atraído a otros espectadores de los casi cien (la mayoría abrumadora, mujeres) que llenaban el salón de actos del MuVIM.
Vivamos y gocemos, incluso bebamos, que mañana moriremos, y cuanto más hayamos bailado, mejor. Sobre todo cuando es gratis. ¡Qué época estupenda vivimos! Cada día a un concierto, una película, una exposición, una brillante conferencia. ¿De qué nos quejamos? Nos dan alimento espiritual gratis o a precio de saldo. He aquí un buen remedio contra la crisis: si se queda usted en paro, reaccione y acuda cada tarde a un evento. Cuando vuelva a trabajar, será un intelectual morrocotudo.
Miron Smidák es pianista. Tiene 28 años, y un currículum escrito con el neón intermitente de los premios. Necesita estar cómodo para interpretar. Por eso viste trajes de etiqueta que le vienen grandes, como salvavidas con pajarita.
Se encarama al podio metálico que hace de escenario, se apoya en el piano y se inclina para agradecer los aplausos del público. Acomoda la banqueta a su gusto, y sin permitirse una pausa, arranca a tocar las Tres Danzas Checas de Bohuslav Martinú.
Estoy en el salón de actos del MuVIM de Valencia. Asisto al concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, fotógrafo. No es un lugar apropiado para la interpretación musical. Pero las manos de Miron Smidák actúan con tan gran efecto en el teclado, que la melodía fluye del piano y compensa la calidez que falta en la arquitectura.
Atrevido aficionado a la música, las Tres Danzas Checas me evocan a Falla, a Turina, a Granados. Distingo en las notas que ejecuta Miron Smidák un colorido atenuado, un aleteo de ave más nocturna que diurna. Es el eco de Centroeuropa, distante del ibérico, aunque se reconozca en él la época. Los tres autores checos escogidos por Miron Smidák, a saber, Bohuslav Martinú, Erwing Schulhoff y Jaroslav Jézek, crearon sus obras en el primer tercio del siglo XX, como mis referencias españolas, Falla, Turina, Granados. En este parentesco cronológico se reconocen todos, en la descomposición formal y cromática de sus composiciones. Nos recreamos en una época que desmonta, a veces con crueldad, con impertinencia, las tradiciones del arte, que incluso se quiere cargar el arte mismo.
Y lo que consigue es una montaña de creaciones sublimes. Pocas épocas habrá más fecundas estéticamente en la historia de la humanidad que la primera mitad del siglo XX. En paralelo, pocas décadas serán más catastróficas que aquéllas. Catástrofes urdidas por el ser humano, arte insuperable salido de sus dedos, de su imaginación, de su incertidumbre, de su angustia. Guerras y revoluciones sangrientas a capazos.
Quizá por eso la sonrisa del flaco Miron Smidák es melancólica. A sus veintiocho años, lanzado detrás de su eminente nariz hacia el siglo XXI, quizá no se sienta heredero del siglo en el que nació. Pero lo recrea con soberbia calidad.
Termina con Martinú y hace una pausa, abriéndose paso entre los aplausos hasta el fondo de la sala. Reaparece, hace una reverencia al entregado público, se sienta ante el piano y se pone a meditar mientras la gente cuchichea o saca un caramelito y lo desenvuelve con impunidad exasperante (debería bajar una grúa del techo y arrebatar a estos impertinentes de la sala). Luego de musitar lo que parece una oración, empieza con la Sonata Nº 3 de Erwin Schulhoff: Moderato cantábile, Andante, Alegro Molto, Marcia fúnebre y Alegretto moderato. Los fragmentos de la melodía salen disparados o flotando del piano y se arremolinan en el severo espacio a la búsqueda de unas paredes que los abracen afectuosas en lugar de rebotarlos con desdén.
El final del concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, Fotógrafo son diez canciones de Jaroslav Jezek. Ragtime, jazz, fox trot, charlestón… También surgen las comparaciones en mi cabeza de aficionado atrevido. Pero estas encajan muy poco. Las tonadillas, las zarzuelas, las operetas españolas de los años 20 y 30 tienen poco que ver con las composiciones de los músicos franceses, alemanes, británicos o norteamericanos.
Poco tendrían que ver Tomás Bretón, José Serrano, Amadeo Vives, Pablo Luna o Sorozábal con ese desconocido para mí Jaroslav Jezek. Probablemente lo que les equipare sea su decisión de meter a la vida popular en un pentagrama. España, como Italia, es la gran excepción en la música popular y en la pintura vanguardista europeas (dos extremos, qué curioso) de las primeras décadas del siglo XX. La tradición pesa tanto en el Mediterráneo que, en la música, es impermeable a los ritmos norteamericanos hasta los años 60.
Kurt Tucholsky, Rudolf Nelson, Friedrich Hollaender, y después Kurt Weil, viven en una sociedad urbana, frenética, industrial, politizada, partida en violentos intereses, y lo reflejan con un genio asombroso. Me figuro que Jaroslav Jezek pertenecerá a la misma camada de músicos feroces y feraces.
A parte del talento musical extraído de los genios norteamericanos (Irving Berlin, George Gershwin, Cole Porter), Jezek pone unos títulos embriagadores a sus composiciones: El cielo en la tierra, El mundo azul oscuro, El sombrero en los matorrales, haciendo un ramo de flores…
Pero hay uno que me ha impresionado: Zivot je jen náhoda, La vida es una casualidad.
Una casualidad quiso que yo estuviera presente en este concierto. Una jubilosa casualidad, que acaso también haya atraído a otros espectadores de los casi cien (la mayoría abrumadora, mujeres) que llenaban el salón de actos del MuVIM.
Vivamos y gocemos, incluso bebamos, que mañana moriremos, y cuanto más hayamos bailado, mejor. Sobre todo cuando es gratis. ¡Qué época estupenda vivimos! Cada día a un concierto, una película, una exposición, una brillante conferencia. ¿De qué nos quejamos? Nos dan alimento espiritual gratis o a precio de saldo. He aquí un buen remedio contra la crisis: si se queda usted en paro, reaccione y acuda cada tarde a un evento. Cuando vuelva a trabajar, será un intelectual morrocotudo.
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