Mis viajes en transporte público no suelen coincidir con las horas punta matinales. Es una fortuna para mí. Pero últimamente regreso a casa a última hora de la tarde, que en España suelen ser entre las ocho y las nueve. Es la otra hora punta. El Metro lleva a los ciudadanos y ciudadanas de la zona noroeste de Valencia a sus hogares, de vuelta del trabajo o de obligaciones similares. Es decir, que no vienen de pasar un rato en la ciudad.
En los últimos trayectos que he hecho he preferido no leer, quizá porque estaba cansado o porque no llevaba un libro lo suficientemente interesante como para abstraerme de la multitud. Así que me he dedicado a mirarla. La mayoría son personas jóvenes, de menos de treinta años, españoles e inmigrantes, oficinistas y mano de obra sin cualificar. De estos últimos, muy pocos.
Pero el rasgo que destaca por encima de cualquier otro en la primer observación es que alrededor del noventa por ciento (o más) de los pasajeros del Metro a esa hora punta de la tarde son MUJERES, la mayoría, chicas jóvenes (además, preciosas).
¿Dónde están los hombres?
Estos últimos viajes en Metro a esa hora infrecuente para mí se deben a que asisto a un curso de Pensamiento Positivo en Brahma Kumaris, una asociación espiritual mundial, según su propia definición. Allí seremos una docena de personas. Solo tres somos varones.
Cuando asisto a una conferencia pública sobre un tema cultural, la presencia femenina es abrumadora. En las clases de los estudios humanísticos (y no tan humanísticos) de la universidad, la mayoría son mujeres. Paseo en bicicleta por el cauce arbolado el Turia y me cruzo con más mujeres que hombres haciendo lo mismo que yo.
En los únicos sitios donde predominan los varones son en las canchas de fútbol de los polideportivos. En la práctica de otros deportes, no es así. O hay un equilibrio o las chicas están por encima de los chicos.
Vuelvo a preguntarme: ¿Dónde están los hombres?
La respuesta es patética. Una pequeña fracción de directivos, ejecutivos y profesionales independientes liberales, todavía trabajando. Una fracción mayor de autoempleados (los famosos autónomos) en la misma situación, acabando de trabajar. Unos pocos, no sabría determinar qué porcentaje, haciendo deporte, en especial fútbol y baloncesto, y luego, atletismo (footing). Y una mayoría confusa, difusa, desalentadora, en el bar o arrellanados en el sofá delante de la tele, a la espera de que su madre o su esposa ponga la mesa para cenar. No me lo invento. Es una experiencia personal, en mi camino del Metro a casa, sólo veo hombres en los bares, a veces muchos, sobre todo si televisan un encuentro futbolístico. Y sólo con levantar la vista hacia los balcones y ventanas de las viviendas, ves a un tío tirado en el sofá. (Hay excepciones, por eso utilizo el paréntesis, porque son muy pocas, de hombres que ayudan en casa, o se hacen cargo de los niños o simplemente pasan un rato de asueto en el bar.)
A mí la Ley de Igualdad me deja indiferente. En realidad las leyes concebidas para rectificar desequilibrios sociales no sirven para casi nada. O se incide sobre la naturaleza del problema, o la ley se queda en papel, inaplicable. Lo mismo digo de las afectaciones de paridad que han inventado los políticos (no las políticas, que a ellas no les hace falta, ya están ahí).
Y la verdad es que la naturaleza del problema es peliaguda. El problema es que las mujeres se han puesto a ganarse la vida por su cuenta. A trabajar fuera de casa. Igual que los varones desde lo más remoto de los tiempos. Lo cual no quiere decir que hasta el siglo XX las mujeres no hayan contribuido con su trabajo (no maternal ni doméstico ni familiar, sino por cuenta ajena, ganado un sueldo o algo equivalente). Hay testimonios históricos y presentes de sociedades en las que las mujeres trabajaban en el campo o en oficios al lado de los hombres.
Hoy, en África, la esperanza de salir del marasmo está en las mujeres, y a ellas se dirigen muchos programa eficaces de desarrollo económico (las grandes subvenciones las siguen recibiendo los gobiernos, constituidos casi absolutamente por varones, encima, corruptos hasta la médula). Por poco que nos fijemos en los inmigrantes sudamericanos, veremos que las mujeres están dotadas de algo que, sin deseos de ofender a nadie, yo llamaría mayor integridad (y también una resignación casi enervante). Una amiga rusa, me dijo hace tiempo que el sostén de su país eran las mujeres, porque los hombres perdían los nervios y el amor propio enseguida y recurrían masivamente al alcohol. Yeltsin era la prueba viviente de este diagnóstico. Y el éxito de Putin es posible que tenga que ver con sus costumbres espartanas (eso es lo que dicen los mass media).
Las mujeres trabajan. Pero son las únicas dotadas por la naturaleza para tener hijos, para perpetuar la especie. Y la única fórmula que ha funcionado hasta hoy es la de la familia. ¿Será posible transformar la familia paternalista en otra distinta? Soy incapaz de imaginarlo. Pero nos vemos abocados a ello. La necesidad obligará, porque la extinción no puede ser la alternativa.
En los últimos trayectos que he hecho he preferido no leer, quizá porque estaba cansado o porque no llevaba un libro lo suficientemente interesante como para abstraerme de la multitud. Así que me he dedicado a mirarla. La mayoría son personas jóvenes, de menos de treinta años, españoles e inmigrantes, oficinistas y mano de obra sin cualificar. De estos últimos, muy pocos.
Pero el rasgo que destaca por encima de cualquier otro en la primer observación es que alrededor del noventa por ciento (o más) de los pasajeros del Metro a esa hora punta de la tarde son MUJERES, la mayoría, chicas jóvenes (además, preciosas).
¿Dónde están los hombres?
Estos últimos viajes en Metro a esa hora infrecuente para mí se deben a que asisto a un curso de Pensamiento Positivo en Brahma Kumaris, una asociación espiritual mundial, según su propia definición. Allí seremos una docena de personas. Solo tres somos varones.
Cuando asisto a una conferencia pública sobre un tema cultural, la presencia femenina es abrumadora. En las clases de los estudios humanísticos (y no tan humanísticos) de la universidad, la mayoría son mujeres. Paseo en bicicleta por el cauce arbolado el Turia y me cruzo con más mujeres que hombres haciendo lo mismo que yo.
En los únicos sitios donde predominan los varones son en las canchas de fútbol de los polideportivos. En la práctica de otros deportes, no es así. O hay un equilibrio o las chicas están por encima de los chicos.
Vuelvo a preguntarme: ¿Dónde están los hombres?
La respuesta es patética. Una pequeña fracción de directivos, ejecutivos y profesionales independientes liberales, todavía trabajando. Una fracción mayor de autoempleados (los famosos autónomos) en la misma situación, acabando de trabajar. Unos pocos, no sabría determinar qué porcentaje, haciendo deporte, en especial fútbol y baloncesto, y luego, atletismo (footing). Y una mayoría confusa, difusa, desalentadora, en el bar o arrellanados en el sofá delante de la tele, a la espera de que su madre o su esposa ponga la mesa para cenar. No me lo invento. Es una experiencia personal, en mi camino del Metro a casa, sólo veo hombres en los bares, a veces muchos, sobre todo si televisan un encuentro futbolístico. Y sólo con levantar la vista hacia los balcones y ventanas de las viviendas, ves a un tío tirado en el sofá. (Hay excepciones, por eso utilizo el paréntesis, porque son muy pocas, de hombres que ayudan en casa, o se hacen cargo de los niños o simplemente pasan un rato de asueto en el bar.)
A mí la Ley de Igualdad me deja indiferente. En realidad las leyes concebidas para rectificar desequilibrios sociales no sirven para casi nada. O se incide sobre la naturaleza del problema, o la ley se queda en papel, inaplicable. Lo mismo digo de las afectaciones de paridad que han inventado los políticos (no las políticas, que a ellas no les hace falta, ya están ahí).
Y la verdad es que la naturaleza del problema es peliaguda. El problema es que las mujeres se han puesto a ganarse la vida por su cuenta. A trabajar fuera de casa. Igual que los varones desde lo más remoto de los tiempos. Lo cual no quiere decir que hasta el siglo XX las mujeres no hayan contribuido con su trabajo (no maternal ni doméstico ni familiar, sino por cuenta ajena, ganado un sueldo o algo equivalente). Hay testimonios históricos y presentes de sociedades en las que las mujeres trabajaban en el campo o en oficios al lado de los hombres.
Hoy, en África, la esperanza de salir del marasmo está en las mujeres, y a ellas se dirigen muchos programa eficaces de desarrollo económico (las grandes subvenciones las siguen recibiendo los gobiernos, constituidos casi absolutamente por varones, encima, corruptos hasta la médula). Por poco que nos fijemos en los inmigrantes sudamericanos, veremos que las mujeres están dotadas de algo que, sin deseos de ofender a nadie, yo llamaría mayor integridad (y también una resignación casi enervante). Una amiga rusa, me dijo hace tiempo que el sostén de su país eran las mujeres, porque los hombres perdían los nervios y el amor propio enseguida y recurrían masivamente al alcohol. Yeltsin era la prueba viviente de este diagnóstico. Y el éxito de Putin es posible que tenga que ver con sus costumbres espartanas (eso es lo que dicen los mass media).
Las mujeres trabajan. Pero son las únicas dotadas por la naturaleza para tener hijos, para perpetuar la especie. Y la única fórmula que ha funcionado hasta hoy es la de la familia. ¿Será posible transformar la familia paternalista en otra distinta? Soy incapaz de imaginarlo. Pero nos vemos abocados a ello. La necesidad obligará, porque la extinción no puede ser la alternativa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario