Afirma Bombardier que está harto del arte.
“¡Quieto parao!”, interviene. “Yo he dicho que estoy fatigado, no harto. Yo no soy creador, soy espectador. Pero en realidad, cuando voy a una exposición o miro una supuesta creación artística en la pantalla de mi ordenador, salta de mi interior el tigre-crítico y feroz, hambriento por frustración y sectario por ignorancia que llevo dentro. La mayoría de lo que se produce hoy como arte me horroriza o me deja indiferente, pero sigo fascinado por todo ello sin poder evitarlo. Y como soy consciente de todo esto y me da rabia, me subo en el tigre en llevo dentro y me lío a dar zarpazos. De lo que estoy harto es del tigre no del arte.”
“¿Y por qué no creas?”, le sugiero, porque sé que además de escribir relatos y novelas que no se preocupa por editar, pega objetos sobre maderas y cerámicas, recorta fotografías, hace montajes y hasta instalaciones minúsculas. Les llama sus birrias, porque no consiente elevarlas a la categoría de creación. En definitiva, Bombardier viene a ser un neodadaísta.
“Porque me da pudor. Imagínate que un día viene un galerista a mi casa, ve mis birrias y las consideras dignas de exponerse. Sigue imaginando que un crítico papanatas da en ponderarlas como obras modernísimas y excelsas. Ahí tendrías a un nuevo impostor en el mercado.”
“Bueno. Mientras te quedes en el mercado… La mayoría de los objetos que se venden y se compran carecen de valor, quiero decir que su valor es ajeno al bien común o al enriquecimiento espiritual del individuo, sólo sirven para compensar fantasías, o para que el dueño farde de poseer cosas exclusivas… como un collage,” arguyo pensando haberle pillado.
“Esa es la desgracia. El arte está enjaulado en el mercado. El mercado es otra invención de los economistas modernos, demonios. La Humanidad ha vivido miles de años sin mercado. Lo que había eran mercadillos. Y entre los artesanos y los mercaderes de un lado y los grandes comerciantes de otro había un abismo que la democracia se ha encargado de cubrir con un frágil cañizo al que acudimos como moscas a la miel los consumidores. A veces el cañizo no aguanta, se quiebra, y allá que va un montón de gente al pozo sin fondo de la codicia.”
“¿Me dejas que meta en la bitácora ese cuento tuyo que acabas de escribir?”, le corto. Pienso que le he dado en la diana de la vanidad.
“Cuando lo haya repasado diez veces.”
Nos quedamos callados, sin tema trascendente de conversación. Y se me ocurre preguntarle por qué ha tardado tanto en llegara a mi casa desde que me anunció por teléfono la visita.
“Porque no tenía donde aparcar. ¡Es alucinante! Esto es un pueblo, ¿no? No es una ciudad. Y los únicos huecos en las calles son los vados de garajes. Hasta las esquinas están ocupadas por vehículos.”
“Sí. Echo de menos mi juventud en un barrio de Madrid, donde los chavalitos jugábamos al balón en la calle, y nos apartábamos de tarde en tarde para que pasara un choche o una moto.”
“Mientras daba vueltas buscando un hueco, agarrado cada vez con más violencia al volante, he tenido una visión apocalíptica. ¡El barril de petróleo a 500 dólares! En ese instante, un BMW de color añil brillante ha salido delante de mí, y he podido aparcar.”
“¿Eso ha sido una premonición o un anatema?”
“Una imprecación, una manera de decir me cisco en to lo que se menea a base de gasolina. Pero, fíjate la coincidencia, el coche que me ha dejado sitio era un BMW. Cuando el petróleo esté a 500 dólares el barril sólo podrán circular los Mercedes, los BMW, los Rolls Royce, los Ferrari y los Lamborghini. A los del Seat, el Ford, el Volskwagen, las marcas coreanas y japonesas, que les den morcilla.”
“Será el final de la civilización, del capitalismo. Marx volverá a tener razón. Los ecologistas se mondarán de risa en un mundo de muertos de hambre.”
“¡Oye!”, me corta jovialmente Bombardier. “¡Que el Jeremías soy yo!”
“Sorry. Go ahead.”
Bombardier esperando pacientemente que madure y caiga la Utopía.
“Cuando aparqué el coche, la visión de los 500 dólares el barril se fue difuminando. Pero fue sustituida por otra. Imaginé que el escenario de calles casi sin circulación de nuestra infancia se había mantenido hasta ahora. No me digas cómo ni por qué. Es una fantasía. Las fantasías pueden ser incoherentes. El capitalismo no habría evolucionado. El mercado pletórico sería una utopía materialista. El socialismo real, sin enemigo a quien aniquilar, no se habría arruinado en la carrera armamentística. La dictadura del proletariado habría quedado obsoleta. Franco se habría disipado como una nube radioactiva. Salazar, de Gaulle, Eisehower, Adenauer, McMillan, Aldo Moro, el arzobispo Makarios, los coroneles griegos y los generales turcos, Mohamed V, Ben Bella, Nasser, Tito, Jruchof, Ceaucesco, hasta el camarada Enver Hoxa y el mismísimo Mao Tse Tung carecerían de sitio en la historia. Por las calles sin vehículos aparcados sólo circulan autobuses y tranvías, motocicletas y bicis. Los chavales juegan al balón sobre el asfalto. No hay autopistas. No hay alta velocidad. No hay prisas. Los curas cuelgan el hábito, el Vaticano se convierte en lo que de verdad es, un museo, pero gratuito, la masonería se petrifica, las ligas de grandes industriales y financieros internacionales organizan excursiones para la tercera edad…”
“¡Para, para, Bombardier! A ver si tienes trastorno bipolar. Pasas de la jeremiada al delirio utópico.”
“¡Diantres! No me vengas con definiciones clínicas inventadas por psiquiatras incompetentes. Todos los profetas advierten de la catástrofe y predican la utopía.”
“Así que ahora eres un profeta.”
“¡Será carbúnculo el tío! ¡Ala! Me callo.”
“Buenos días.”
“Buenas tardes.”