Sensaciones, ideas y fantasías

martes, 22 de julio de 2008

El oasis de Cádiz


Bombardier, abrumado por la oferta inabarcable de destinos turísticos para este verano, me pide una sugerencia para sus vacaciones. No le dejo ni acabar su pregunta. “Vete pa Cai, pisha”.

Cádiz contagia. Acabo de volver de allí, y me ha parecido el mejor refugio para este Bombardier que por fin ha regresado del Tíbet donde, a todas luces, se ha debido de cansar mucho.
“¿Por qué Cádiz?”, quiere saber Bombardier. “Es una ciudad histórica, sí. Tiene playas estupendas, sí. A su alrededor hay localidades pintorescas con variados atractivos, sí. Bodegas, campos de golf, mar brava para hacer surf, reservas naturales. Sí, sí, sí, sí. Pero…”
“Pero lo mejor de Cádiz es Cádiz. Cádiz posee marca, y no le ha hecho falta registrarla.”
“No sabía que las ciudades tuvieran marca registrada, aparte de los logos publicitarios”, dice Bombardier, a quien encuentro algo picajoso.
“Es muy fácil. Hay cantidad de ciudades en el mundo que han copiado la monumentalidad de París. Pero no hay más que un París. Con Nueva York es todavía más claro; casi todas las metrópolis modernas copian a Manhattan, deliberada o involuntariamente.”
“Pero sólo hay un Nueva York. Ya. Más argumentos, pisha. También hay un solo Cienpozuelos.”
“¿Qué te han dado en el Tíbet, Bombardier? A ver si se han apropiado de tu cerebro los chinos maquiavélicos, y te tienen tao-hechizado… La clave está en la identidad, una cualidad irreproducible por definición. La mayoría de las ciudades del planeta son una copia que en realidad resulta una mezcla. La mezcla sucia de la globalización. Se copian unas a otras. Se llenan de franquicias en donde los turistas se sienten en casa.
“¿Para qué narices se han puesto a viajar, entonces?”
“¡Eso! Tienen un surtido de fabulosos museos, sobre todo de arte contemporáneo o lo que sea. Constryen edificios imposibles, sujetos por vigas de hierro oxidado, o por bloques de hormigón en forma de molino, cristaleras espectaculares que son un circo limpiar, jardines verticales... Réplicas absurdas de Nueva York, de Londres, de París. Las auténticas ciudades cosmopolitas.”



“¿Es Cádiz una ciudad cosmopolita?”
“Bombardier, que eres un hombre culto…Lo fue y lo sigue siendo. Y eso que la población forastera es casi inapreciable. Apenas hay turistas, no se ven inmigrantes andinos, muy pocos magrebíes, y los chinos se pueden contar con los dedos de una mano. Aquí tienes otra prueba de la fuerza raíz de Cádiz. El poso que dejó en Cádiz el monopolio del comercio con las Indias fue tan denso que se ha convertido en un valor eterno. Como el de Roma.”
“¿Roma? ¡Qué atrevimiento! Es un polo de atracción de turistas todo el año. Te dejas llevar por el sentimentalismo.”
“¿Y qué tiene de malo? Cádiz todavía no es un polo de atracción turística, aunque creo que están trabajando en ello, cosa que me alarma. Cádiz se vanagloria de ser la primera ciudad de Occidente, fundada antes que Roma y Atenas. Lo que distingue a un romano de un moscovita, por ejemplo, es que el romano mama cultura desde que nace, aunque sea analfabeto hasta su muerte. El moscovita tiene que adquirir la cultura en un instituto, en una universidad o viajando, como la mayoría de los turistas.”
“¿Quieres decir que en Cádiz, los ciudadanos son todos licenciados en Humanidades? ¿Qué el gracejo andaluz se hace retórica de Plauto en Cádiz?”
“En cierto modo. Un niño gaditano está escuchando quince horas al día comentarios de una originalidad insuperable. Y ya tiene mérito ser ingenioso de siete de la mañana a diez de la noche, de lunes a domingo.”
“Y tanto”, dice Bombardier. Y repite con un eco de trompa tibetana, “y tanto”.
“Pero Cádiz tiene algo más que el mérito del ingenio. El mérito más valioso de Cádiz es la perfecta conformidad de sus habitantes con sus vidas. Visto desde fuera, se observa algo que no puede ser otra cosa que un espejismo: que en Cádiz hasta los pobres de puerta de iglesia son felices.”
Y sin dejar reaccionar al descentrado Bombardier, me lanzo a una perorata progaditana, como si fuera un cadista, que son los hinchas de(l) Cádiz.
Razones objetivas para la satisfacción humana tiene Cádiz un rato. Por ejemplo, fidelidad a sí misma. Sirvámonos de una comparación: la Valencia de hoy tiene muy poco que ver con la Valencia de hace diez años, mucho menos con la de hace 50 y nada con la de hace un siglo. Cádiz es hoy igual que en 1900. Naturalmente, descontando el asfaltado de las calles, las farolas y los arreglos de murallas y fuertes. El tiempo ha discurrido casi en balde sobre la ciudad, y uno se encuentra paseando por unas calles estrechas donde apenas circulan vehículos porque no caben, llenas de pequeños y castizos comercios con estanterías de madera alabeada, en la que se mezclan botellas de lejía, golosinas, pitos de carnaval, gaseosa, mermelada, un Niño Jesús con indumentaria deportiva, embutido, queso y tarrinas de grasa vegetal; y en medio del mostrador, una enorme torre Eiffel, rindiendo homenaje a su ancestral pariente la Torre Tavira. Batiburrillo surrealista, si se compara con los estantes de los supermercados globales, gigantescos y monótonos.


Calles con edificios centenarios en cuyos muros hay lápidas recordando que allí nació, o vivió o murió Falla, o Castelar, o el conde tal o el doctor cual, o un obispo que se resistió a serlo por humildad y se jubiló del cargo antes de morirse…
Calles y plazas del barrio del Pópulo, de la Virgen de la Palma, ocupadas por mesas plegables de madera y sillas de lo mismo, en las que una multitud mastica tortillas de camarones, caballitas en adobo, papas aliñás, atún encebollado, ortiguillas… Embriagador perfume del aceite frito, del pescado rebozado… Sabor angelical de las poleás, de los pestiños.
Calles y plazas de Cádiz con las familias haciendo corro, los chiquillos gritando suavemente, los novios haciéndose arrumacos a la sombra de un magnolio o de un drago, con motoristas que circulan sin casco y nadie, ni los guardias urbanos, les dicen nada.
Peripatéticas caídas de la tarde en Cádiz, a lo largo y lo ancho del laberinto de barrios, paseos que acaban de súbito frente al mar, sin nunca saber si es el Atlántico abierto o la Bahía…
Todo es pequeño, de dimensiones humanas en Cádiz. Las casas, los negocios, la poca prisa de la gente, los corrillos de personas que se cruzan en una plaza y se detienen a intercambiar impresiones.
Y por fin, la historia. El privilegio de ser solar de la primera Constitución española no es moco de pavo. Y un mogollón de acontecimientos que marcan no sólo su existencia sino la del resto de España. Desde la usurpación (es un decir) del monopolio del comercio de Indias que le hizo a Sevilla, hasta los cercos napoleónicos, la batalla de Trafalgar a pocas millas de su costa, los ingenieros militares que la convirtieron en un baluarte inexpugnable (qué bonita palabra).
Porque si a una cosa ha sido inexpugnable Cádiz, hasta hoy, ha sido a la globalización.
¡Que viva Cai, leñe! ¡Reducto de lo auténtica vida amable y retirada que ha llevado a tantos al campo y a la floresta! No hace falta. Cádiz, urbana, milenaria, fresca, acogedora, aislada, amurallada, puerto de Indias. Soberana.
“¡Que viva Cai, leñe!”, apostilla Bombardier.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Casualmente me voy a "Cai" con mi mujer, Mercedes, la primera semana de agosto.

Le voy a imprimir el post porque, además de ser un gusto leerlo, es ideal para abrir boca.

Qué grandes los gaditanos, imaginativos y vividores como ellos solos.

El flamenco es prolífico es cantaores gaditanos míticos: El Beni de Cádiz, Chano Lobato y Pericón. Tan artistas dentro como fuera de los tablaos.

Me ha encantado, Fernando, que hayas hablado de la singularidad de Cádiz y del hecho de que esta ciudad haya sabido mantener su identidad. Sea por su peculiar enclavación, o sea por la personalidad que imprime a sus habitantes un pasado con solera, lo cierto es que Cádiz es de las pocas ciudades auténticas que van quedando.

Si ya tenía ganas de irme, ahora tengo todavía más.

"Viva Cai"