Gala de la Música en el Palacio de la Ídem de Valencia. Premios Euterpe.
Un bosque de estatuillas y diplomas a repartir entre profesionales e instituciones de ese universo ilimitado. No hay pueblo de Valencia que no tenga sociedad musical, o casi. Miles de chavalitos y chavalitas aprenden a tocar un instrumento en ellas. Se enriquecen, se cultivan. Y un puñado de ellos emprende el camino profesional que les llevará Dios sabe dónde, a fantásticos palacios de Los Ángeles, de Tokio, de Londres, de Abu Dhabi…
En la Gala de la Música se intenta reconocer y premiar un poco al azar el inmenso volumen de energía acumulado en esta voluntad artística maravillosa.
Es una Gala enmarcada en el convencionalismo: discursos sentimentales de agradecimiento, alguien incluso lee una poesía en plan juegofloralista decimonónico.
Los ecos que resuenan son de un mundo periclitado, lejanos a la apariencia que ha adquirido el actual. El agasajo es formal, los parlamentos tópicos.
Es curiosa esta paradoja. Una actividad artística de calado, y además muy popular, metida en una toga rígida y un pelín ridícula.
Porque lo que se premia y exalta es de calidad superior. La música. Miles de personas dedican lo mejor de su imaginación, de su ilusión, de su rutina cotidiana a aprender y a interpretar para que los demás gocemos con su trabajo.
Grande es la literatura. Grande la creación plástica. Pero nada hay tan explosivo como la música. Nos arrebata. Nos tranquiliza. Evoca en nosotros emociones, recuerdos, fantasías.
Agradezcamos, del modo que sea, aferrados a los estereotipos o lanzando al vuelo la delirante imaginación on line, a aquellos que nos brindan su talento musical.
Un bosque de estatuillas y diplomas a repartir entre profesionales e instituciones de ese universo ilimitado. No hay pueblo de Valencia que no tenga sociedad musical, o casi. Miles de chavalitos y chavalitas aprenden a tocar un instrumento en ellas. Se enriquecen, se cultivan. Y un puñado de ellos emprende el camino profesional que les llevará Dios sabe dónde, a fantásticos palacios de Los Ángeles, de Tokio, de Londres, de Abu Dhabi…
En la Gala de la Música se intenta reconocer y premiar un poco al azar el inmenso volumen de energía acumulado en esta voluntad artística maravillosa.
Es una Gala enmarcada en el convencionalismo: discursos sentimentales de agradecimiento, alguien incluso lee una poesía en plan juegofloralista decimonónico.
Los ecos que resuenan son de un mundo periclitado, lejanos a la apariencia que ha adquirido el actual. El agasajo es formal, los parlamentos tópicos.
Es curiosa esta paradoja. Una actividad artística de calado, y además muy popular, metida en una toga rígida y un pelín ridícula.
Porque lo que se premia y exalta es de calidad superior. La música. Miles de personas dedican lo mejor de su imaginación, de su ilusión, de su rutina cotidiana a aprender y a interpretar para que los demás gocemos con su trabajo.
Grande es la literatura. Grande la creación plástica. Pero nada hay tan explosivo como la música. Nos arrebata. Nos tranquiliza. Evoca en nosotros emociones, recuerdos, fantasías.
Agradezcamos, del modo que sea, aferrados a los estereotipos o lanzando al vuelo la delirante imaginación on line, a aquellos que nos brindan su talento musical.
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