Sin tetas, no hay paraíso. Es el título de una serie de televisión. Es ficción. Otra serie, Los hombres de Paco. Otra serie, El síndrome de Ulises, Herederos, Los Serrano, Escenas de matrimonio, El Comisario...
Todas son españolas. Nos hablan (a la audiencia) de nosotros mismos. En realidad representan caricaturas. Los seres humanos que aparecen en ella ni siquiera son estereotipos. Las situaciones que “viven” son imposibles, aunque divertidas.
De un periódico:
La noche del martes vuelve a convertirse en metafórico ring de boxeo. Cuatro cadenas se han puesto los guantes para el primer asalto. Cuentan con sus mejores púgiles en materia de ficción, viejos conocidos que regresan a la competición.
'Los hombres de Paco' (Antena 3) arranca la que será su quinta temporada. La trama amorosa se enreda más que nunca, ya que a Hugo Silva (Lucas), Michelle Jenner (Sara) y Mario Casas (Aitor) se le suman la hermana pequeña de Lucas (Clara Lago) y la modelo Laura Sánchez, que tendrá un affaire lésbico con Silvia (Marian Aguilera). La serie parte en muy buena situación para esta velada, ya que en su tercera y cuarta temporada se situó en torno al 22,5% de cuota de pantalla, muy cerca de los cuatro millones de seguidores.
Los guionistas estrujan su imaginación al máximo para reventar la realidad. Esa realidad tediosa de la que supuestamente nos evadimos todas las noches frente a la pantalla de televisión.
La realidad, sin embargo, es más rica de lo que nos parece, y posee significados inquietantes. Flotamos a diario en este océano imprevisible. La mitad del día lo pasamos mojándonos en la realidad; la otra mitad, secándonos su humedad pegajosa, emotiva, didáctica.
Pero al salir del tiempo real, podemos refugiarnos en el ficticio.
¿Por qué creemos que la vida real es aburrida? Probablemente porque pasamos veinticuatro horas (descontando las del sueño) en ella. Mientras que la ficción la dosificamos a nuestro gusto, y nos permite contemplar sorpresas y aventuras sin implicarnos en ellas.
La ficción es el territorio de la imaginación. Una imaginación cada vez más delirante porque los guionistas y novelistas deben competir con una realidad de la que estamos constantemente huyendo para que no nos devore.
En la media hora larga que dura un episodio televisivo pasan ante nuestros ojos una serie de hechos extraordinarios: asaltos, persecuciones, disturbios, accidentes, peleas y reconciliaciones, divorcios, engaños sentimentales, frustraciones laborales, amenazas, agresiones…
Lo cierto es que combinar todas estas posibilidades de un modo llamativo y entretenido (no digo original, porque eso es imposible a estas alturas de la creación cultural) es uno de los retos más difíciles de los guionistas. Lo curioso es que, en términos generales, lo hacen con ingenio. Pero sometidos a una presión muy difícil de soportar. La presión de las mediciones de audiencia. La presión de los costes de producción. La presión de los límites morales, que se trasgreden sin calcular los efectos de los dudosos mensajes que se envían.
Es muy posible que la reflexión de los guionistas sea algo parecido a esto: si los programas del corazón y los reality shows convierten en modelos sociales casos patológicos y aberrantes, ¿qué norma me impide a mí forzar al máximo la verosimilitud y la psicología de mis personajes?
Los efectos de este maremágnum de extravagancias parecen insignificantes en la vida real de las personas adultas, excepción hecha de aquellas que sufren algún trastorno mental. Es lo que solemos decir, que no nos influye.
Pero en la población infantil, los efectos son notables. En familias más o menos estructuradas, se advierte poco. Pero en aquellas en las que padres e hijos se limitan a coexistir más como vecinos que como parientes (y son un mogollón), la influencia de los mensajes de la ficción sobre la vida real puede llegar a ser devastadora.
Donde más se advierte es en el lenguaje. Los jóvenes, incluso los niños, hablan una lengua que a los adultos se nos escapa. Puede que entre ellos se comuniquen bien. Pero al hacerlo para relacionarse fuera de su ámbito, se les entiende muy mal, se explican muy mal, su diccionario de términos con significados universales es cortísimo.
Lo peor es que esta incomunicación real, nada psicológica, distancia a unos de otros. Los jóvenes creen que los adultos faltan a la obligación debida de entenderles. Y los adultos pierden interés en sus incomprensibles hijos, y se desentienden de ellos.
Poco a poco, y a consecuencia de una multitud de causas de la misma naturaleza que el fenómeno del lenguaje que acabo de citar, las personas reaccionan de un modo hostil a la realidad. O, lo que es casi peor, empiezan a imitar los modelos (de lenguaje y de comportamiento) que observan en la televisión.
De este modo, las barreras generacionales, sociales, geográficas, se vuelven porosas y parece que los seres humanos nos entendemos, cuando en realidad estamos actuando como si nos hubieran escrito un guión.
Compramos lo que compran los personajes de ficción (o de esa realidad adulterada de la zona rosa o de la zona de los concursos estrafalarios y los programas vómito), vestimos como ellos, hablamos como ellos, soñamos lo que ellos, aspiramos a lo que ellos… a aparecer en la televisión para dar testimonio de algo vacío e inane.
La verdadera realidad, hoy la viven los emigrantes ilegales, hasta que se integran en la sociedad que les abre sus brazos de plasma o de rayos catódicos. Fuera de ellos, de los viejos y de los enfermos crónicos (cuya realidad se desarrolla en gran medida en los ambulatorios, de ahí el éxito de las series de hospitales), todos los seres humanos occidentales con posibilidades de consumo corremos el riesgo de confundir siempre o a ratos la realidad con la ficción.
Y sin embargo, sobrevivimos.
¿Cómo?
Dejémoslo para otro día.
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