Sensaciones, ideas y fantasías

jueves, 10 de enero de 2008

Los viejos académicos


Para un niño de los años 50 del pasado siglo, un académico era un hombre noble y superior, sobrio, mesurado y admirable. Al menos, esas cualidades tenía para mí.
Bien por la educación que estaba recibiendo, bien por las estanterías de libros de bolsillo (colección Austral) de mi padre, un serio empleado de banca, los académicos se me representaban de un modo solemne, aunque los imaginaba bondadosos y simpáticos como debían de ser los Reyes Magos, incluso con sus barbazas bíblicas. Pero sobre todo, sabios.
Ser académico era para mí la aspiración más digna de un ser humano. Si yo pudiera conseguirlo, no sólo alcanzaría la felicidad, sino que podría dispensarla a mi alrededor como ese cuerno de la abundancia impreso en la página de un cuento que me habían regalado.
El mundo que mostraban aquellas ilustraciones infantiles, realizadas con alta maestría y de un sedante clasicismo, no era para mí fabuloso o lejano. Se encontraba en algún sitio próximo, detrás de alguna puerta de desván, en el fondo de un barranco lleno de zarzas, en lo más alto de una montaña olorosa. Yo vivía en una ciudad pequeña, rodeada de escenarios tan hermosos como los representados en los libros: bancales de almendros, palmeras en torno a masías solitarias. Y en las fiestas locales las calles se llenaban de personajes con indumentarias estupendas, de algarabía y estruendo. Una Noche de Reyes, un paje subió por una escalera al balcón de mi casa con unas cajas de regalos.
Lo fantástico era real. Todo lo que los cuentos decían era posible.

Hace poco compré en una librería de viejo un libro titulado Le Notaire du Havre, escrito por Georges Duhamel.
No sabía quién era Georges Duhamel, pero algo en el libro me llamó la atención. Quizá su portada, un sobre con cinco lacres rodeado de ilustraciones de libro antiguo: una locomotora a vapor, una escalera metálica de caracol, un piano, una soga de horca, una lámpara de gas, un carromato de mudanzas tirado por dos caballos percherones y un sello de estafeta de correos fechado el 12 de julio de 1891 en la ciudad de El Havre. Esa portada tenía algo de novela policíaca. Pero no se trataba de eso. Era una obra trascendente, digna, intemporal.
Georges Duhamel fue de l’Académie Française. Escribió, según una lista proporcionada por la editorial, relatos, novelas, libros de viajes, ensayos, teatro, y una serie de volúmenes en los que recreaba sus memorias y describía sucesos y emociones quizá vividas por otras personas inventadas por él.
Me puse a leerlo, y la sensación que me invadió fue la de aquel niño subyugado por los barbudos académicos, habitante de un mundo ordenado, estable, seguro, luminoso, pero con rincones sombríos. Y sobre todo, digno de confianza.
¿Cómo describir este sentimiento?
Me resultaba imposible. Pero necesitaba hacerlo para transmitirlo a alguien. Entonces me di cuenta de que había una forma: traduciendo un trocito del libro. Por ejemplo, la descripción que el supuesto narrador, un biólogo, hace de sí mismo, después de ver en un espejo a un tipo que, para su sorpresa, resulta ser él.


Esa tarde coloqué ante mí sobre la mesa un espejo hallado en nuestra bolsa de viaje. El examen al que me he sometido es perfectamente objetivo. Sin complacencias, desde luego. Y todavía menos esa crueldad que uno se reserva a sí mismo, tuteándose con morbo, y que es una manifestación ordinaria del egoísmo desequilibrado: “Venga, tú no eres más que un simple, un pusilánime…, etc…, etc…” No, No. Calma, desapego, y también esa ternura expectante que dedico a los objetos de mi estudio y que se colorea de curiosidad, de piedad, de escepticismo, de ironía, según las horas. Actitud profesional, propia de un hombre de laboratorio y, particularmente propia de un biólogo, que es lo que soy antes que nada.
La cabeza, en su conjunto, parece redonda, aunque una parte de la curva esté disimulada por los cabellos que son tupidos, precozmente blancos, a penas en retirada de las sienes. La frente es abombada, las cejas densas, la nariz corta, pero ancha, la mandíbula sólida. Todo eso es visible, descubierto, porque yo me rasuro por completo la cara. El conjunto no es hermoso, demasiado enérgico, demasiado semejante, si se me permite la comparación, al mentón bethoveniano. En fin, eso que mi mujer, no sé por qué, describe así riéndose: “una de esas caras de perro que me gustan tanto.”
El color es moreno, sobre todo desde hace cuatro o cinco años: bronce, especies, nueces moscadas. La piel tiene granitos, con puntos negros que a mi mujer le produce un inexplicable placer reventar con ayuda de una llave de reloj, cosa que hace sacando la lengua.
La mirada es azul clara. Es evidente que en lo físico soy un Pasquier. Es indiscutible, indiscutido. Mi madre me lo ha dicho doscientas mil veces. Le gustaba proclamar también la derrota evidente de su sangre, y no ha admitido jamás la revancha de esa misma sangre en el orden moral. Como todos los Pasquier, tengo pues los ojos azul-vernónica. Ese azul que, en mi padre figuraba también en su sonrisa incomprensiblemente fría, en mí es, digamos “sensible con un matiz de ingenuidad”. Es el cliché, lo que se dice en mi clan. Lo repito sin comentarios.
Mi talla era 1,69 hace diez años. No me he medido desde entonces, y no creo que haya cambiado. Me yergo y no pierdo ni una pulgada de esta talla honorable y mediocre. He engordado un poco, muy poco, en los tres últimos años. Está bien repartido. De manera que veo la punta de mis zapatos recurrir a esa gimnasia especial que se hace imaginando que uno quiere romper una nuez entre los muslos bien apretados.
Y ya está. Volveremos al asunto si hace falta.

Le Notaire du Havre
George Duhamel, de l’Academie Française
Librairie Arthème Fayard. París 1953
Copyright by Mercure de France 1933

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