Un buen día, hace ya doce meses, decidí no torturarme más con el diarismo. Mi problema no era carecer de material. Uno no para de decirse cosas: las horas del día son un constante soliloquio, la mayoría del tiempo inconsciente. Mi problema era que siempre describía lo mismo, un yo multiforme pero hecho de una sola pasta incolora e insípida. Cuando uno no es un hombre de acción, sólo se pueden describir emociones, relámpagos que al releerse al cabo del tiempo parecen lo que son, estados efímeros, o algo todavía peor, un fluido uniforme, indistinto. ¿Así soy yo?, llega uno a decirse, incrédulo al leer lo escrito por su mano o por la punta de sus dedos en el espacio intangible y digital.
Hace poco me topé con una razón abrumadora contra el diarismo. La encontré en un libro de papel grueso y fungible, pero que todavía durará unos decenios antes de deshacerse víctima del cloro autofágico. Es El notario del Havre, de Georges Duhamel, citado en esta bitácora. Dice así:
Los diarios íntimos me producen horror. Se me ha dicho que el escritor Carolus Delboeuf se agota cada día dictando quince o veinte páginas de confesiones despiadadas, destinadas a la posteridad. Estas efusiones me parecen del todo contrarias al espíritu científico y también incluso a la simple honestidad. Lo que hace de la introspección algo incomparable a otros métodos científicos es que en el dominio de lo subjetivo es imposible observar los hechos sin modificarlos, sin alterarlos y, lo que es más grave, sin darles existencia. Los “periodistas íntimos”, si me atrevo a decir, no pueden admitir que un día entero, ¡qué digo!, una semana, un mes, se puedan deslizar sin aportar una cosecha de pensamientos, de sentimientos y de emociones. Su actitud no es, no sabe ser contemplativa. Es provocadora. Por sus propias declaraciones, estos señores se encuentran obligados a hacer caso de estados de ánimo extremadamente forzados, digamos que inciertos, informes, incluso inexistentes podríamos decir porque la palabra “embrionarios” supondría una posibilidad de llegar a ser, y yo quiero decir exactamente lo contrario. Este deliro de confesiones da acceso a la conciencia, y por lo tanto al “diario”, a pensamientos que en una vida moral espontánea no habrían visto la luz, pensamientos que pierden toda relación razonable con el resto del alma, con el resto del mundo. Podemos imaginar las deformaciones y las perversiones que esta práctica favorece. Si se me dice que el objetivo de estos periodistas clandestinos es precisamente provocar en ellos tales deformaciones y perversiones, me limito a levantar los hombros. El misterio de nosotros y en torno a nosotros es lo bastante grande como para no recomendar nunca añadir sombra al abismo.
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