Sensaciones, ideas y fantasías

lunes, 4 de agosto de 2008

Mi azotea es mi jardín




Mi azotea es un jardín. En puridad, mi azotea es nuestro jardín, o más bien la azotea-jardín de Antonia, que le cuida, le riega y le mima. Las filas de macetones con repolludos geranios y selváticos dondiegos forman largos arriates pegados al parapeto que da a la calle. Colgados de él, más geranios multicolores, más dondiegos, petunias…
Varios árboles se asoman al vacío, que en realidad está lleno de casitas bajas, de edificios de pisos más feos que pegar a un padre, de repugnantes vehículos en tránsito con los altavoces zumbando fuerte, y de jóvenes bípedos chillones, sobre todo de madrugada.
Tenemos un mandarino, un olmo, una higuera milagrosa (porque la dábamos por muerta y resucitó), un algarrobo, un manzano, un olivo y varios proyectos de cinamomos y de jacarandás.
Lo demás son rosales, clavelitos chinos y claveles españoles, cactus varios y plantas suculentas que no puedo nombrar, potos, alegrías de la casa, hiedra, pelos de la bruja, coleo, cintas, amor de hombre…
Y algunos experimentos tropicales que de momento han cuajado y se estiran con determinación, como una papaya, un aguacate, una chirimoya.



Desde el jardín veo trozos de huerta, interrumpidos por masas de ladrillo que a veces adquieren perfil de fortaleza, un panorama de urbanizaciones y también el mar: a la derecha, el lejano puerto de Valencia del que sólo se ven las grúas, como una bandada de pájaros metálicos imperturbables; a la izquierda, la línea de la sierra Calderona descendiendo en ondas irregulares hasta la montaña de Sagunto, con su corona de baluartes desdentados, que sólo se distinguen con binoculares y desde un rincón excéntrico de la terraza.


Este panorama que rodea a mi terraza alcanza el instante de máxima hermosura los domingos a eso de las nueve. El sol todavía no pica, el cielo empieza a limpiarse de las brumas matinales, y domina la paz y el silencio de los pajaritos después del ajetreo inhumano de la noche de fiesta.
Por la calle no pasa nadie, salvo algún ciudadano madrugador y virtuoso. La basura noctámbula descansa cada una en su estercolero particular: borrachos y borrachas abatidos en sus piltras, conductores y conductoras mudos y ensordecidos después de una madrugada de batalla antiaérea, perros roncos y agotados por la noche interminable de amenazas y pánicos. Las terrazas aledañas reciben al sol despatarradas, sucias, como rastros saqueados, después de horas de juerga y solaz estrepitoso.

En el horizonte de las urbanizaciones, se mueve con suavidad un tranvía: emerge de un telón de casas, circula con elegancia curva sobre un puente, se mete en un bosquecillo de pinos, reaparece y vuelve a perderse en el laberinto de un barrio lejanísimo.
Un reactor de pasajeros atraviesa el firmamento azul. En línea perpendicular viene otro y forma una cruz que parece marcar el día como si hubiera pasado o como si estuviera maldito.
De la huerta llega el silbido de un convoy de Metro al pasar por un paso sin guarda. Aguzando la vista se puede ver al gusano grisáceo reptando entre naranjos, cruzando acequias, saludando a las alquerías centenarias que se desmoronan sin un gemido.

La vista de la que gozo desde mi jardín evoca imágenes amables de vieja enciclopedia. Unas imágenes de mi infancia que sólo pude ver en el papel amarillento del libro, que no eran reales, sino una representación sintética del mundo moderno.
Se veía una ciudad de hermosos edificios y el campo que la rodeaba, también idealizado. La ciudad era un puerto de mar, donde había atracados trasatlánticos y cargos de líneas aerodinámicas, las mismas líneas aerodinámicas de los automóviles que circulaban por las carreteras que rodeaban la urbe. Un convoy ferroviario se alejaba hacia el horizonte de montañas, y un avión volaba por el cielo hacia un destino remoto. Todas las perspectivas de la ilustración se reunían en una armonía inventada y perfecta: puentes, avenidas campos de labrantío, torres de iglesia.
Aquel retrato de la vida moderna no se correspondía con la realidad. Y no porque fuera demasiado dulce en contraste con una realidad más áspera. Es que la estética de los objetos representados era de los años veinte o treinta, y procedían de una imaginación nórdica e industrial. Pero a pesar de pertenecer al pasado y ser ajenos, o quizá por eso mismo, resultaban todavía más encantadores y hermosos, porque se referían a algo que a los ojos del niño era un paraíso perdido.
Pues bien, exactamente ese paraíso perdido (totalmente) es el que los domingos de buena mañana observo yo desde mi terraza. Vacío mi cabeza de ideas o sensaciones, miro a mi alrededor, degusto el silencio salpicado de trinos, y sobrepongo la imagen que recogen mi ojos con la de aquella enciclopedia infantil.
Y me siento bien y agradezco haber nacido.

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