Sensaciones, ideas y fantasías

miércoles, 13 de agosto de 2008

A propósito de Henning Mankell


La tentación de leer una buena novela de evasión es demasiado fuerte cuando se está de vacaciones, y es lícito entregarse.
Ojeando y hojeando gangas inaccesibles (libros en alemán) en la librería Jokers, de Karolinenstrasse, atrajo mi mirada una novela de Henning Mankell, de quien había oído hablar bien a un amigo conocedor del género. The Withe Lioness. Pague mis 7.99 euros y me la llevé a Karl May Weg, donde vive mi hija con su marido y su bebé. (El título de esa calle de Nuremberga despierta mi antigua y nunca satisfecha curiosidad por leer alguna aventura escrita por aquel Salgari alemán.)
La acabé en tres días, poco antes de aterrizar en Valencia de vuelta. Y estoy muy satisfecho de haber conocido a Hening Mankell y haber disfrutado de su habilidad literaria.
A la claridad explícita del autor sueco (la frase más larga que he encontrado tiene cuatro líneas de texto y se compone de una oración principal y tres subordinadas) se añade su dominio del suspenso, que es la clave de estas novelas de género: tener en suspenso al lector con peripecias sorprendentes, verosímiles y en adecuada secuencia, y arrastrar la intriga hasta la página final.
El secreto de esta técnica es una mecánica creativa muy experimentada, pero dominar el oficio es tan difícil y meritorio como ser un buen lacador o un buen tornero. La leona blanca tiene tres o cuatro momentos de atrevida incoherencia, sobre todo la pedrada final. Pero no constituyen defectos descalificatorios. La novela es una pequeña obra maestra, si se mira con magnanimidad, que es como se han de mirar las creaciones artesanales y artísticas (cometo redundancia, por puro sometimiento a la convención elitista).
El efecto secundario que ha provocado esta novela de Hennig Mankell en mí es evocar Suráfrica. Mankell la conoce bien, porque es (o era) director del Teatro Avenida de Mozambique, algo que debe tenerse en cuenta para entender mejor al sueco.
Mankell saca hablando y pensando a Frederik De Klerk, el último presidente blanco de Suráfrica, que suprimió el apartheid de un plumazo. Pero además se mete en la piel de varios afrikáner y boere (los descendientes de los primeros colonos holandeses), y lo hace con gran competencia.
La aristocracia afrikáner fue la responsable de la segregación, que era idéntica a la que practicaban los británicos en sus colonias americanas, indostánicas y luego africanas. Pero los afrikáner fueron sobre todo consecuentes con su convencimiento de que pertenecían al segmento escogido por Dios para civilizar el continente negro. Los ingleses sabían que los indios, los hindúes y los negros no estarían nunca dispuestos a asumir la cultura europea. Y con una piel de cordero paternalista se aprovecharon de la inferioridad cultural y tecnológica de sus colonizados. La piel de cordero consistía en la invención de historias misericordiosas y altruistas de negritos que descubrían la virtud acuñada por los europeos al cabo de los siglos.
Los afrikáner fueron cualquier cosa menos hipócritas. Los más desalmados de entre ellos fueron cínicos, pero cínicos hay en todas las civilizaciones, incluida la zulú y la xhosa. Para ellos el apartheid era la solución ideal para que cada raza evolucionara a su propio ritmo, aprovechando la inferioridad cultural y teconológica de la mano de obra negra (y su abundancia) para vivir como pachás. El personaje afrikáner principal de La Leona Blanca es un alto cargo de los servicios de seguridad del estado surafricano, que intenta por todos los medios hacer descarrilar el tren que De Klerk puso en marcha para sacar el país del apartheid. El perfil de este ser de ficción es de una moralidad nítida, nada retorcida. Un hombre íntegro, con principios, convencido de su razón hasta la crueldad (hacia sus enemigos, claro). Lo cierto es que muchos afrikáner poderosos eran así. Estaban seguros de que dar el voto a los negros no sólo les arruinaría, sino que transformaría la democracia ateniense surafricana (de los ciudadanos con título de tal) en un caos. Básicamente porque los negros surafricanos carecían de cultura democrática, sus principios eran otros, sus ideales estaban a años luz de los de los blancos.
Esto más que un temor es un hecho irrebatible. El mundo actual está lleno de “democracias” nominales, porque para los despabilados de sus líderes es la mejor forma de que les dejen en paz los demócratas fundamentalistas que dominan la palestra intelectual del Occidente Rico. A saber: Rusia y la mayoría de sus ex-satélites, media Hispanoamérica, casi toda Asia, y algún país africano, como por ejemplo, un-dos-tres, Suráfrica.
Si en Suráfrica el sistema parlamentario se mantiene con menos lacras que en, digamos, Kenya o Zimbabwe, es porque el porcentaje de blancos es mucho más alto y porque la personalidad de Mandela fue clave en todo el proceso.
A Mandela sus perseguidores le acusaban de comunista. En este caso sí se les puede acusar de hipócritas. Sabían perfectamente que Mandela era un demócrata y admirador del sistema de Westminster. Era el que deseaba para su frágil y emergente patria. En realidad, el sistema holandés del siglo XX era (y sigue siendo) equivalente al británico en términos democráticos convencionales. Pero los africanos como Mandela habían sido dominados y humillados por boere, y todo lo que oliera a holandés les debía de parecer apestoso.
Los colonos ingleses de Suráfrica, brutalmente dirigidos por la oficina del Imperio en Londres, primero intentaron apropiarse del territorio y de someter a los afrikáner, llegando a internarlos en los primeros campos de concentración modernos en la guerra de los bóer. Y luego de haber establecido su poderío, se aprovecharon del apartheid para vivir como reyes del mambo a costa de los negritos, a un puñado de los cuales educaron en el idioma del imperio, enseñándoles las bondades de su sistema parlamentario. Mandela fue uno de los del puñado. Y creyó en la educación que le daban.
No es que Mandela fuera un ingenuo, pero sí representó el papel de uno de esos hombres que dirigen el curso de la historia por los caminos menos tortuosos. Por establecer una comparación pertinente, la personalidad y la moralidad de Mandela sería exactamente la opuesta de la de Pujol, Ibarreche, y sus comparsas.
Mandela no era comunista, pero tampoco era un ingenuo, como acabamos de decir. El creía que la democracia a la británica podía llevarse a cabo en Suráfrica, mediante un proceso de educación popular. Pero para ello era preciso que los negros adquirieran conciencia de su poder potencial. Y la única manera de llevar a cabo este programa era aliándose con los comunistas, porque los comunistas aquí y allí han sido siempre la punta de lanza de la revuelta o la revolución contra el orden establecido por la burguesía en Occidente y en sus colonias. Así se fundó el Congreso Nacional Africano, una especie de Frente Popular en el hemisferio sur, que funcionó… gracias a los comunistas.
De este modo hoy vemos una Suráfrica en la que los blancos siguen teniendo influencia y en la que una elite de negros intenta colocarse a su altura o desplazarlos poco a poco, o llegar a un compromiso con ellos. ¿Y qué pasa con el pueblo? No lo sé, he perdido la buena relación que tenía con Suráfrica. Tengo entendido que la condición de los negros ha mejorado algo, pero no tanto como Mandela había deseado. De modo que sigue siendo una democracia ateniense, pero con una mezcla de razas en la cúpula.
Por cierto, esta novela de Mankell me ha permitido evocar un episodio interesante de mi vida profesional. En 1991 entrevisté a Nelson Mandela para Televisión Valenciana. Me costó semanas de gestiones conseguirlo, después de permanecer un mes entre El Cabo, Johannesburgo y Pretoria, regresar a España y tener que volver a toda prisa, porque la fecha concedida era inaplazable.
Elaboré un cuestionario lleno de preguntas tremendas. Al llegar a la sede del ANC, en un pulcro y moderno edificio de una calle céntrica de Johannesburgo, me encontré que tenía que compartir la interviú, de no más de media hora, con un periodista serbio (me habían dicho yugoslavo, aunque él dejó claro que era serbio, pero yo no me enteré del significado de esta precisión hasta pasados unos meses, cuando Yugoslavia estalló como un globo). Entonces se me ocurrió la peor idea de mi vida, y que cuento a continuación por si lee esta bitácora algún periodista en ciernes. Entregué al yugoslavo una copia de mi interrogatorio con el objeto de que él no repitiera las preguntas que yo iba a realizar.
¡Tonto! ¡Tonto!¡Tonto!
Lo que hizo el tipo (yo creo que desde entonces les he cogido una injusta manía a los serbios) fue limitarse a leer las preguntas que iban a continuación de las que yo le hacía a Mandela.
Sin embargo, la impresión más importante que me dejó aquella entrevista a un hombre que formará parte de la historia fue que la historia estuvo ausente de ella. En otras palabras, que mi entrevista no fue histórica en absoluto.
Mis preguntas, lo aseguro, eran una sucesión de disparos para que aquel grande hombre no pudiera evadirse de los temas candentes. ¡Y se escapó con la habilidad de un zorro! Mi entrevista se convirtió en una sucesión de respuestas diplomáticas y evasivas contra las que yo no podía hacer otra cosa sino reconocer la habilidad política de aquel personaje.
Invito al lector/lectora a que haga un sencillo ejercicio. La próxima vez que tenga oportunidad de escuchar, ver o leer una entrevista con un importante político, hágalo como si leyera la declaración de un testigo de cargo.
Descubrirá lo útiles que son las palabras para no decir nada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Apreciado amigo, aprovechando que tienes al bueno de Bombardier perdido en algún lugar del Tíbet, estaría bien que transcribiera el contenido de dicha entrevista, que algunos sí consideramos histórica.

Dile a Bombardier ya de paso que me traiga una camiseta de 'FREE TIBET', que en unos meses viajo a China y no se que ponerme.

Siempre suyo.

Un admirador.

Anónimo dijo...

¡Enhorabuena por tu artículo!

Además de un magnífico escritor, cada día me haces descubrir un poco más el excelente periodista que llevas dentro. Creo que siempre lo has sido, aunque por extraños motivos tú te niegues a admitirlo. Tienes ese pulso para la información que tal vez sea un don (celestial o terrenal) que no todos los informadores poseen. Es un pulso de alta temperatura que le hace a uno disfrutar en alta frecuencia de lo que escribes.

Sigue siempre así...

Una admiradora