La perorata de aquella figura casi metálica, robot plegado sobre el asiento de eskai del departamento, se sucedía sin tregua, y me causaba somnolencia. Al recordarla ahora, me doy cuenta de que faltan trozos, pero la incoherencia del discurso puede que no sea responsabilidad de Demetrius Wirth, sino de mi atención discontinua.
Hasta los seis años de edad sólo tuve un desengaño serio. Fuera de él, mi infancia fue tan feliz que acabé por olvidarla, aunque su poso quedó almacenado, y cuando se desprende por esos movimientos emotivos de la memoria suaviza algunas contrariedades de mi vida adulta. Ignoro si la herida que produjo en mí el desengaño fue profunda y duradera. Lo cierto es que es el único acontecimiento que conservo grabado en la memoria de niño. Todo lo demás son vaguedades, sensaciones, olores, sueños, pesadillas. El desengaño tenía que ver con la confianza absoluta que se tiene en los progenitores y con el deseo de demostrarles el valor y el ingenio que ha aprendido de ellos. Pero lo tomaron como una temeridad transgresora y la reprimenda que me llevé me sumió en la perplejidad y la desolación.
Entre los seis y los nueve años, mis recuerdos son un tablero de ajedrez visto por un surrealista miope, una sucesión cuadriculada de claroscuros deformes cuyas líneas divisorias están borrosas. Los celos de una prima, a quien favorecían, menoscabándome a mí, que hasta entonces había sido el único y privilegiado vástago de la familia. La bofetada que me propinó una tía mía porque intenté convencer a mi abuelo que se sentara en una silla en cuyo asiento yo sostenía un clavo en punta, algo que a mí me debió parecer una broma formidable. La angustia que me produjo la gruesa enciclopedia que me dieron al iniciar mi primer curso escolar, al temer que debería aprender de memoria toda aquella suma de sabiduría inaccesible, incluidas las sugestivas ilustraciones. Luego, en otro colegio cuyas aulas se encontraban en un sótano, la protectora y benéfica presencia en aquella mazmorra de la señorita Elena, una mujer morena alta, desgarbada, y de buenos sentimientos, tan distinta de la señorita Gretel, rubia, menuda y atildada, una preciosa hija de extranjeros que despertaba la libido de todos los varones, desde los curas de la orden que dirigía el colegio hasta, sorprendentemente, los de sus propios alumnos, niños de cinco o seis años a quienes enseñaba a leer.
Y por último, la maldición de la Matrícula de Honor. Para pasar de primaria al Bachillerato Elemental había que realizar un examen. Y yo lo superé con un éxito inesperado. No recuerdo que la hazaña se me subiera a la cabeza, ni que llegara a considerarme superior al resto de los niños de mi clase. Pero a mis progenitores, el logro les debió parecer precisamente eso, y empezaron a meterme la idea en la cabeza de que, estando yo más capacitado que el resto, debería responder a esas excelsas expectativas.
Aquí empezó mi calvario escolar del que no me libraría hasta matricularme en la Universidad, años después. En ella encontraría otro calvario diferente. Pero también un calvario.
Me llamo Demetrius Wirth, pero quizá sea un alias.
No sé quién soy, ni dónde está mi casa. Fuera de mí existo. Ciega sombra. A tientas. Rodeándome a mí mismo, palpándome la piel en busca de rendijas. Aterrado. Consciente, Desahuciado. Prisionero de la eternidad. Casi rendido al triunfo anonadante de los días marcados en algún calendario de hojas negras, pegadas unas a otras con engrudo, que nunca se suceden, que no pasan, que cuelgan como un bloque de cemento de la pared del tiempo, en un rincón del mundo donde se lee mi nombre grabado con buril en el silencio.
Estoy fuera de todo. Soy una envoltura impenetrable. Soy la sombra que me engaña haciéndose pasar por oxígeno vital. Ciega sombra al acecho, que expulso con el aliento, que envío todo lo lejos que puedo sin saber quién es, quizá yo mismo u otro que continuará ahí hasta que muera o se disipe.
¡Vuelve al lugar del que escapaste! ¡Monstruo!
Mas… No.
Disculpa, Sombra. Espera. No te amohínes. Regresa. Si me abandonas tú, sucumbiría a la Nada.
1 comentario:
Te mandé un comentario a tu primer post, enero 2008
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