Recuerdo
gráficamente (cromo impreso en mi memoria)
que cuando conocí a Demetrius Wirth llovía siempre y era de noche.
Viajábamos en un
lentiiiiiiiiiisimo tren
que paraba en estaciones donde estaba previsto que pasáramos de largo,
y lo desviaban a vías muertas para permitir el paso de trenes más rápidos.
Demetrius Wirth se presentó a sí mismo como un Hombre Conversador.
Además, era un charlatán de tomo y lomo.
Empezó a contarme historias nada más arrancar el convoy de la estación, y ya no paró de hablar en toda la noche.
Mi casa, dijo, está detrás de una iglesia de piedra caliza que se yergue a la orilla del río, separada de éste por una estrecha calle mal asfaltada y una línea de álamos. El río se llama Hudson, no es nada ancho y cruza la ciudad de norte a sur, a la sombra de los árboles y de los rascacielos, por debajo de puentes centenarios, del ferrocarril elevado y de las autopistas que conectan los extremos de la capital.
En mi adolescencia empecé a visitar los cafés y los billares, pero no me dejé ganar por su atmósfera. Encontraba aquellos ambientes chabacanos, sin ninguna particularidad ni rasgo curioso. Las cabezotas vulgares de los tipos flotaban en el pestilente humo del tabaco malo; sus bocas emitían palabras oscuras, nubladas por el alcoholismo, y era evidente que sus cerebros nunca serían capaces de hilvanar el más elemental de los raciocinios.
Toscos, enviciados por una existencia monótona, vagos sin ingenio, parásitos de los señoritos, jóvenes estigmatizados por una infancia pervertida, gentes de tropa, alegres y de paso fugaz.
Tal era el reparto de aquellos teatros de la holgazanería y el vicio.
Yo sentía la extraña injusticia de ser un hombre joven con percepción e inteligencia. Porque cuanto más profundizaba mi entendimiento en una circunstancia dada, más posibilidades observaba y menos sabía qué hacer. Era la claridad más odiosa y frustrante que imaginarse pueda.
Bajo la cuestecita que une mi casa con la calle Mayor, doy un rodeo para evitar los contenedores de basura y me enfrento a un dilema.
Si tuerzo a la izquierda, me adentro en un parque hecho a base de huertas con árboles frutales, ciruelos y cerezos, manzanos y perales, que corre por las dos orillas del Hudson. En los terraplenes que suben hacia el área urbana hay plantados almendros raquíticos, abandonados por los servicios de parques y jardines de la municipalidad. Un caminito de cantos sube entre ellos y algunas matas de espliego e hinojo hasta el viejo cementerio, más allá la iglesia de piedra y por encima de ella. Después del parque se extienden los barrios más sórdidos de la ciudad, agobiados por una red de vías y carreteras elevadas, que parecen tener presos los edificios en una mazmorra inmensa, sin límites ni solución.
Si tuerzo a la derecha, entro en un laberinto de calles comerciales. Las aceras están ocupadas por tenderetes donde se vende casi todo lo innecesario y algunas cosas imprescindibles.
Calle Veintidós. Dados fractales. De colores verde, rojo, azul y amarillo; algunos rectángulos negros, pocos grises, y un par de ellos donde una trama de puntos oscurece el dorado de una cara. Entre septiembre y octubre.
Calle de la Campana. Manos de artista manchadas de pintura. Una mano más grande que la otra. Grifos. Cajitas con seres humanos y escarabajos. Papel de pared de flores anacrústicas. También entre septiembre y octubre.
Altamirano. Series de grabados. Borrones. Ramas secas. Una niña subida a una de ellas y en difícil equilibrio. Sombras chinescas, quizá manos retorcidas, hombrecillos, renos, bisontes.
Calle Moscú. ¡La Fábrica de Chocolate del Octubre Rojo! Huevo barroco forrado de papel de plata verde chillón con lazo de granate todavía más chillón.
Colinas de Béverly. Ojos de Fidel Castro (buenos para el reúma). Pelo y cuello de John McCain (excelentes contra los mosquitos). Nariz, ojo y mandíbula de Henry Kissinger (recomendados para la diarrea). Boca de ministra de Asuntos Exteriores de Israel (Tzipi Livni, el mejor remedio contra las estafas). Piernas de Bashar al-Assad, (presidente de la República Árabe de Siria, duras como los cimientos de cemento armado).
Avenida de París. Steve McQueen pasa Hambre, lleva sin comer desde que le dieron un premio en Cannes, otro en Sydney, y luego en Jerusalén.
Gorrión, gorrión recortado sobre la niebla lejana. Impávido. Vigilante. Indiferente al invierno seco, marrón, pelado.
A diez el kilo.
gráficamente (cromo impreso en mi memoria)
que cuando conocí a Demetrius Wirth llovía siempre y era de noche.
Viajábamos en un
lentiiiiiiiiiisimo tren
que paraba en estaciones donde estaba previsto que pasáramos de largo,
y lo desviaban a vías muertas para permitir el paso de trenes más rápidos.
Demetrius Wirth se presentó a sí mismo como un Hombre Conversador.
Además, era un charlatán de tomo y lomo.
Empezó a contarme historias nada más arrancar el convoy de la estación, y ya no paró de hablar en toda la noche.
Mi casa, dijo, está detrás de una iglesia de piedra caliza que se yergue a la orilla del río, separada de éste por una estrecha calle mal asfaltada y una línea de álamos. El río se llama Hudson, no es nada ancho y cruza la ciudad de norte a sur, a la sombra de los árboles y de los rascacielos, por debajo de puentes centenarios, del ferrocarril elevado y de las autopistas que conectan los extremos de la capital.
En mi adolescencia empecé a visitar los cafés y los billares, pero no me dejé ganar por su atmósfera. Encontraba aquellos ambientes chabacanos, sin ninguna particularidad ni rasgo curioso. Las cabezotas vulgares de los tipos flotaban en el pestilente humo del tabaco malo; sus bocas emitían palabras oscuras, nubladas por el alcoholismo, y era evidente que sus cerebros nunca serían capaces de hilvanar el más elemental de los raciocinios.
Toscos, enviciados por una existencia monótona, vagos sin ingenio, parásitos de los señoritos, jóvenes estigmatizados por una infancia pervertida, gentes de tropa, alegres y de paso fugaz.
Tal era el reparto de aquellos teatros de la holgazanería y el vicio.
Yo sentía la extraña injusticia de ser un hombre joven con percepción e inteligencia. Porque cuanto más profundizaba mi entendimiento en una circunstancia dada, más posibilidades observaba y menos sabía qué hacer. Era la claridad más odiosa y frustrante que imaginarse pueda.
Bajo la cuestecita que une mi casa con la calle Mayor, doy un rodeo para evitar los contenedores de basura y me enfrento a un dilema.
Si tuerzo a la izquierda, me adentro en un parque hecho a base de huertas con árboles frutales, ciruelos y cerezos, manzanos y perales, que corre por las dos orillas del Hudson. En los terraplenes que suben hacia el área urbana hay plantados almendros raquíticos, abandonados por los servicios de parques y jardines de la municipalidad. Un caminito de cantos sube entre ellos y algunas matas de espliego e hinojo hasta el viejo cementerio, más allá la iglesia de piedra y por encima de ella. Después del parque se extienden los barrios más sórdidos de la ciudad, agobiados por una red de vías y carreteras elevadas, que parecen tener presos los edificios en una mazmorra inmensa, sin límites ni solución.
Si tuerzo a la derecha, entro en un laberinto de calles comerciales. Las aceras están ocupadas por tenderetes donde se vende casi todo lo innecesario y algunas cosas imprescindibles.
Calle Veintidós. Dados fractales. De colores verde, rojo, azul y amarillo; algunos rectángulos negros, pocos grises, y un par de ellos donde una trama de puntos oscurece el dorado de una cara. Entre septiembre y octubre.
Calle de la Campana. Manos de artista manchadas de pintura. Una mano más grande que la otra. Grifos. Cajitas con seres humanos y escarabajos. Papel de pared de flores anacrústicas. También entre septiembre y octubre.
Altamirano. Series de grabados. Borrones. Ramas secas. Una niña subida a una de ellas y en difícil equilibrio. Sombras chinescas, quizá manos retorcidas, hombrecillos, renos, bisontes.
Calle Moscú. ¡La Fábrica de Chocolate del Octubre Rojo! Huevo barroco forrado de papel de plata verde chillón con lazo de granate todavía más chillón.
Colinas de Béverly. Ojos de Fidel Castro (buenos para el reúma). Pelo y cuello de John McCain (excelentes contra los mosquitos). Nariz, ojo y mandíbula de Henry Kissinger (recomendados para la diarrea). Boca de ministra de Asuntos Exteriores de Israel (Tzipi Livni, el mejor remedio contra las estafas). Piernas de Bashar al-Assad, (presidente de la República Árabe de Siria, duras como los cimientos de cemento armado).
Avenida de París. Steve McQueen pasa Hambre, lleva sin comer desde que le dieron un premio en Cannes, otro en Sydney, y luego en Jerusalén.
Gorrión, gorrión recortado sobre la niebla lejana. Impávido. Vigilante. Indiferente al invierno seco, marrón, pelado.
A diez el kilo.
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