Sensaciones, ideas y fantasías

miércoles, 21 de enero de 2009

Los Consuelos de la Vida de Juan Jacobo Rousseau


Ayer asistimos Antonia y yo a un concierto de arias, romances y dúos de Juan Jacobo Rousseau, titulado “Los consuelos a las miserias de mi vida”. Lo habían organizado al alimón la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia y la Fundación Alfons el Magnànim de la Diputación.
Con el concierto se celebraba la edición de las partituras de estas y otras pequeñas composiciones del filósofo ginebrino, al que todo el mundo tiene por francés, porque de hecho lo fue más que suizo.
Precedió a la interpretación una conferencia sobre “El legado musical de Rousseau”, a cargo de Rodrigo Madrid, que ha estudiado y preparado las piezas para su interpretación, pues Rousseau sólo dejó un esbozo de ellas.
La vida de Juan Jacobo Rousseau estuvo llena de miserias, más de las que él mismo confesó. Y también las mismas que afligieron a algunos de sus contemporáneos, también amigos suyos, como Diderot, con quien colaboró en la Enciclopedia.
La generación de los ilustrados dieciochescos franceses es la plantilla sobre la que en lo sucesivo se construirá la esencia del intelectual moderno: personas ávidas de autosuficiencia a la que creen aproximarse por medio del conocimiento y la razón, deseosas de libertad individual que jamás podrán lograr porque la mayoría carecen de medios y deben sobrevivir trabajando para la aristocracia, la Iglesia o el primer atisbo de lo que luego será la burocracia administrativa. Rousseau se ganó la vida copiando partituras musicales. Esto es algo que yo aprendí ayer, gracias al maestro Rodrigo Madrid, que además de contarnos aspectos de la vida del ilustrado, dirigió la interpretación de las piezas desde un clave del siglo dieciocho.
Tampoco supe yo hasta ayer que Rousseau había compuesto música, al menos dos óperas y las arias y romances reeditados ahora.
Rousseau llevó una vida tempestuosa. Huérfano desde niño, abandonado por su padre, condenado a la miseria, una serie de avatares afortunados le llevan a Francia donde es adoptado por una aristócrata que terminará convirtiéndose en su amante. Las miserias de la vida de Rousseau se basan en su ambición de independencia que contrasta con su falta de recursos materiales. Como los que le sobran pertenecen al ámbito de la inteligencia, hizo uso de ella en todas partes hasta crearse una fama que todavía perdura. Hoy, sin embargo, la revisión de las ideas ilustradas ha deteriorado aquel genio que cubrió casi como una máscara a aquellos hombres (porque mujeres hubo muy pocas).
Quince arias y romanzas roussonianas interpretaron ayer en la Academia de San Carlos de Valencia, más una propina que a mí me pareció una repetición, porque las melodías sonaban muy parecidas.
El caso es que todos aquellos aires penetraban en mi cabeza por el filtro del prejuicio, y me privaron del deleite que contenían en potencia. Al escucharlas yo no podía dejar de pensar en la canallada que Rousseau les hizo a sus cinco hijos, que tuvo con Thérèse Le Vasseur, una mujer de tosca formación y villano origen con la que se casó el filósofo ya tarde, circunstancia que nos trae a la memoria a Goethe, que hizo algo semejante con la Vulpius, aunque su vida no es paralela a la de Rousseau.
Estos ilustrados pobres eran hombres astutos, además de inteligentes. Tenían liaisons con todas las mujeres que se ponían a su alcance, sobre todo si eran nobles, ricas y estaban casadas; estos tres requisitos eran los necesarios para que a ellos les saliera bien la jugada, vivir a costa de alguien, cultivar relaciones, criticar a la clase social de la que se servían, redactar sus confesiones y vivir cómodamente.
Rousseau abandonó a sus cinco hijos en orfanatos. El padre del buen rollito fue un padre desnaturalizado.
La interpretación de las arias, romanzas y duetos estuvo a cargo de la Capella Saetabis, cuyo director es Rodrigo Madrid. Intervinieron Carmen Botella y Minerva Moliner, sopranos; Juan José Tornero, flautas; Eduardo Arnau, violín, Rodrigo Madrid, Clave y Raquel Lacruz, violonchelo. Fue una delicia, culminada después en un piscolabis en el que los asistentes intercambiamos recetas sociales, morales y hasta culinarias con alegría y desparpajo.

jueves, 15 de enero de 2009

Un mundo con futuro

Pocas personas conozco tan felices y satisfechas como mi hija Waleska con su maternidad. Mi nieto Jannik cumplirá el 2 de febrero siete meses. Desde su nacimiento ha constituido una fuente de alegrías para todos, pero en Waleska se manifiesta como una plenitud vital que transmite y contagia.

Esto es algo no solo admirable sino asombroso.

De acuerdo con las noticias que inundan de tristeza y pesimismo la sociedad europea, la alegría es un fenómeno extraordinario. Pero más allá de la crisis que lo ensombrece todo, cualquier manifestación vital, cultural o artística está preñada de incertidumbre, cuando no de angustia. La visión que damos de nosotros mismos en los medios de comunicación, en la literatura, el cine, el teatro, el arte plástico, la poesía es descorazonadora. Cuando la revisen nuestros tataranietos se pasmarán y no entenderán como no se produjo un suicidio colectivo o una hecatombe, puesto que tantas personas supuestamente sabias o bien lo predecían o bien lo gestaban.

Yo no creo que el mundo vaya a acabarse, y con él la Humanidad, en los próximos siglos, sino todo lo contrario.

Además, no creo que el pesimismo que atenaza a los creadores de opinión pública y cultura afecte de modo irreparable a la sociedad. Por fortuna, los todos seres humanos, incluidos los corrientes y molientes, que no saben de Historia ni tienen interés en conocerla, poseemos una especie de alarma interior que nos pone sobre aviso frente a la retórica de los políticos, de los publicistas (incluidos los periodistas) y de los intelectuales. Y también frente a nuestra propia retórica.

Me remito a los hechos.

En cierta conversación que mantuve con Waleska hace unos meses me comentó que de los veintipocos compañeros de clase de su colegio (era privado, nada barato y bilingüe, todavía existe y parece que les va muy bien) sólo dos conservaban a sus padres juntos. Los demás se habían divorciado o separado. Es mi caso.

Cuando estaba yo en el proceso de ruptura, largo y tortuoso, sentía que mi ex mujer y yo éramos los seres más desgraciados del universo, que el daño que nos hacíamos el uno al otro era el más gratuito y perverso, y que el futuro que se abría ante nosotros era negro como una mina de carbón.

Waleska era adolescente, y maduró en ese ambiente.

Ni se hizo yonki ni okupa ni se hundió en una depresión irreparable. Es obvio que la procesión la lleva por dentro, pero también es evidente que lucha contra los embates de los malos hábitos y malos ejemplos de sus padres y de la generación de sus padres.

No, Waleska no es ninguna mujer excepcional. El mundo está lleno de seres como ella, con sus preocupaciones ecológicas, sus inquietudes políticas, sus miedos al futuro. Pero con la integridad y la fuerza suficiente como para afrontar con valentía los avatares con los que se vayan encontrando.

¿Dónde se esconden estos millones de personas? Porque a juzgar por lo que vemos en los mass media, en los cines y teatros, y leemos en las novelas que ni son ni aspiran a ser bestseller (las historias que cuentan los bestseller son imposturas aceptadas por el lector), el mundo está a rebosar de seres angustiados, violentos, drogados, asesinos, o víctimas de todo eso.

Bien es verdad que la suma de los hambrientos, de los desplazados por la guerra, de los miserables de la tierra es enorme. Quizá hasta superior a la de quienes no sufrimos esos males. Pero salir de ese círculo vicioso de la pobreza no depende sólo de nosotros, sino también de quienes la padecen. Con frecuencia nuestra ayuda en lugar de favorecerles les priva de voluntad y de fuerza para sacarse ellos mismo del pozo.

La vida del refugiado, del privado de bienes básicos no está sometida a unas leyes fatales que les condenan despiadadamente. Del mismo modo que un hombre o una mujer occidentales nacido y crecido en una razonable abundancia puede degenerar o prosperar debido a sus propias acciones, los desgraciados de la tierra tienen un margen de maniobra para dirigir su existencia hacia la mejora o hacia la rutina del hambre y la sopa boba.

Y quien sostenga lo contrario está negando que los desgraciados sean seres humanos.

Mi nieto Jannik es una de las dichas más grandes que me ha deparado esta etapa de mi vida. A mí y a tantas personas, como a su propia abuela, a mi mujer actual, a los familiares de Hauke, el marido de Waleska.

Es la alegría de la vida, del color, de la esperanza, del futuro.

¿Será esa desesperación que se expande por la superficie del planeta una impostura publicitaria más? En cualquiera de los casos, sus víctimas occidentales son, ellos sí, los más desgraciados de la tierra o los más tontos.

domingo, 4 de enero de 2009

Creadores, apocalípticos y melancólicos


Más de una vez me he escuchado decir a mí mismo ese tópico de que entre los hombres de las cavernas y nosotros no hay más diferencias que la higiene, la comodidad y la tecnología sofisticadas en la vida y el trabajo y la longevidad. Pero ningún progreso moral, cosa lamentable y penosa.
Yo he dicho esto por necia mímesis, porque lo he oído a otras personas que suponía autorizadas.
En realidad es una idea vulgar, algo así como afirmar que si llueve, el suelo se moja, y si hace sol, se seca.
En la segunda parte del enunciado del primer párrafo está la clave. Si yo digo que es lamentable que cuando llueve el suelo se moja, o que cuando hace sol es una pena que el suelo se seque, estoy haciendo una afirmación moral gratuita.
El ser humano es el mismo hoy que hace doscientos mil años. Reacciona igual, se ilusiona igual, se aburre igual, se entristece igual hoy que en la más remota antigüedad. ¿Por qué iba a ser moralmente mejor? ¿Qué elemento o proceso puramente material beneficia la ética de las personas? Desde luego ni el bienestar ni el mercado pletórico han adelantado nada en este sentido.
Reconocer el fracaso moral mueve a muchas personas a la melancolía. A mí por ejemplo. Hasta que me doy cuenta de la tontería de mi reacción. Los hombres estamos todos cortados por el mismo patrón biológico. Pero yo no soy tú ni tú eres tu primo, ni tu primo es su cuñado, ni el sobrino de Napoleón se parecía a su tío en sus ambiciones y en sus costumbres. Y así hasta el infinito.
Me ha costado descubrir que lo esencial de la vida es vivirla. En cada momento, en el presente, suelen decir ahora los llamados guías espirituales. Efectivamente, la vida sólo se puede vivir en el presente, aunque con frecuencia lo hacemos ateniéndonos a un guión que hemos escrito previamente en nuestra fantasía; por ejemplo, el guión de los guías espirituales.
La vida de las personas es muy parecida, muy predecible, incluso sus sobresaltos, sus accidentes. Pero lo que la hace diferente en cada uno de nosotros es que nadie puede vivirla en nuestro lugar. Querámoslo o no, somos los protagonistas de nuestra vida.
Hay dos tipos de actores/actrices: los que convencen al público de la realidad de su personaje y los que no lo consiguen. No es sólo que los primeros sean mejores que los segundos, sino también que gozan de su trabajo y hacen gozar a quien les observa.
¿Qué tipo puede haber más aburrido que Hamlet? Y sin embargo, el actor que lo sabe encarnar, lo convierte en un ser de una intensidad dramática, emotiva, vital formidables.
A estas alturas de mi existencia, me doy cuenta de que me he dejado llevar por una deriva deprimente debido a mi débil resistencia al miedo, al pesimismo, a la vergüenza, al pudor, a la cobardía. Confieso que no he llegado a prodigar el saludable hábito de reaccionar ante la vida poniendo por delante mi propia personalidad. Este hábito me ha conducido a un punto crítico, en el que esa frágil personalidad mía ha estado a punto de disolverse, y no por efecto de un abandono yoguístico en la conciencia universal, sino por puro hastío, por puro aburrimiento.
Pero me he dado cuenta a tiempo del error. Otros, no.
Estoy rodeado de seres humanos con una visión parecida de la existencia: la sensación de que no merece la pena hacer el esfuerzo de vivirla. Bien porque no confían en el futuro, es decir, están convencidos de que no lo habrá, de que la humanidad está a punto de extinguirse, bien porque carece para ellos de estímulos, se consideran unas réplicas incoloras e insípidas de los hombres y las mujeres que les rodean, a quienes ven como seres amorfos, vulgares, ovinos.
En esta sensación tiene mucho que ver la televisión, que ha heredado la responsabilidad de la prensa escrita. Los formadores de opinión uniformizan la visión que presentan de los seres humanos. Lo hacen a su modo y semejanza, autómatas con sangre y músculos, y aquellos que se salen del molde, se quedan en freakies, pasto de los programas sobre personajes estrambóticos.
Pero todo esto es falso, es una gran mentira. No hay seres vulgares por un lado y freakies por otro. Hay multitud de hombres y mujeres con sus propias emociones, perspectivas, aspiraciones, sentimientos. Por muy parecidos que todos estos fenómenos sean, cada individuo reacciona a su manera. Pero como vivimos en un mundo dominado por lo efímero y superficial, nos cuesta trabajo apreciar las diferencias, o algo todavía peor, no nos interesan más que como divertimento u objeto de burla.
En los oficios o profesiones creativas esta plaga es deletérea. Jamás había habido tantas personas creadoras (artistas, se llamaban hasta hace poco) como ahora. Mejor aún, jamás tantas personas se habían ganado la vida con sus creaciones, aunque son muchos más los que crean por gusto, sin esperanza o deseo de obtener lucro de ello.
Esta inflación creativa ha provocado una reacción de condena en determinados ámbitos, en especial en los ámbitos académicos y en los olimpos críticos. El argumento es que hay demasiadas creaciones prescindibles, basura incluso, tonterías, caprichos; pero que sólo una elite realiza arte.
Resulta sorprendente que estos argumentos procedan de aquella misma fuente que hace siglo y medio proclamaba la inminente liberación del ser humano de las cadenas del trabajo y saludaba una nueva era de creatividad. Es decir, es un argumento falaz. Entre otras cosas porque el mercado se encarga de desmentirlo: las obras más banales, menos profesionales, más estúpidas son casi las que más cotizan. En el campo de la plástica, el anti arte se vende mejor que el arte hecho con oficio.
Los seres humanos que constituimos la sociedad moderna vivimos más que nunca, mejor que nunca y gozamos de largas horas para dedicarlas a una actividad gozosa y creativa. Por ejemplo, hacer bitácoras.
No soy de los que se zambullen a diario en la Red. Lo hago de tarde en tarde. Y confieso que encuentro tantas cosas apetecibles que podría pasar horas colgado del ordenador, cosa nada recomendable.
La conclusión que busco con estos razonamientos es que la posibilidad de que casi todo el mundo pueda dar a conocer sus ideas y sus creaciones es beneficiosa. No es cierto que esta avalancha de aportes cree un colapso, atasque la mente, la conciencia o los sentidos. Los seres humanos estamos dotados de unos filtros, de unos instrumentos seleccionadores que funcionan de maravilla. Si uno aprende a usarlos.
Podría alegarse eso del estrés. Pero el estrés no lo produce la cantidad, el volumen descomunal de información, sino un defecto de los filtros mencionados.
La prueba está en que el mercado pletórico, en lugar de satisfacer, de saciar, trastorna. Lo vemos en estos días de rebajas. La población se echa a los grandes y pequeños almacenes a comprar hasta reventar, sin que le haga falta ni a ellos ni a aquellos a quienes se destinan las compras (los regalos) ni al cuarta parte de cuanto se adquiere.
Lo que cabe considerar como problema es el fallo de esos mecanismos selectivos. ¿Qué hábitos hemos introducido en nuestras conciencias para volvernos tan vulnerables?
Uno de los peores es el de la contradicción viviente de tantos y tantos ciudadanos del occidente próspero: nunca habían vivido tan bien, y nunca se habían sentido tan mal. Falso que se trate de una conciencia de culpa. Si fuera eso, el remedio sería tan sencillo como cumplir la penitencia de repartir lo que nos sobra o sólo parte de ello. La razón de este malestar se halla en vivir a la sombra de un Apocalipsis que nos hemos inventado, el miedo a perder lo que disfrutamos, no la vergüenza de que haya tantos seres humanos que vivan en la miseria.
Acabo de enterarme de una campaña promovida por una asociación de ateos. El lema que se han propuesto colocar en los autobuses públicos es: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y goza de la vida”.
Semejante afirmación está repleta de contenido revelador de uno de los peores males del humano satisfecho - insatisfecho del siglo XXI. Porque da a entender que si Dios existiera, habría que preocuparse, sin explicar por qué. ¿Cuál es el argumento de que una vida sin Dios ha de ser más gozosa que una vida con Dios?
Si estos son los más valientes y sagaces ateos, Dios les coja confesados.

(Dedicado a Toñi, a Waleska, a Jannik y a Paco)

sábado, 3 de enero de 2009

La primera papilla de Jannik


Jannik ha empezado a tomar papilla. Hasta ahora de zanahoria y de manzana. Pronto, empezarán a darle carne de vaca.