Pocas personas conozco tan felices y satisfechas como mi hija Waleska con su maternidad. Mi nieto Jannik cumplirá el 2 de febrero siete meses. Desde su nacimiento ha constituido una fuente de alegrías para todos, pero en Waleska se manifiesta como una plenitud vital que transmite y contagia.
Esto es algo no solo admirable sino asombroso.
De acuerdo con las noticias que inundan de tristeza y pesimismo la sociedad europea, la alegría es un fenómeno extraordinario. Pero más allá de la crisis que lo ensombrece todo, cualquier manifestación vital, cultural o artística está preñada de incertidumbre, cuando no de angustia. La visión que damos de nosotros mismos en los medios de comunicación, en la literatura, el cine, el teatro, el arte plástico, la poesía es descorazonadora. Cuando la revisen nuestros tataranietos se pasmarán y no entenderán como no se produjo un suicidio colectivo o una hecatombe, puesto que tantas personas supuestamente sabias o bien lo predecían o bien lo gestaban.
Yo no creo que el mundo vaya a acabarse, y con él la Humanidad, en los próximos siglos, sino todo lo contrario.
Además, no creo que el pesimismo que atenaza a los creadores de opinión pública y cultura afecte de modo irreparable a la sociedad. Por fortuna, los todos seres humanos, incluidos los corrientes y molientes, que no saben de Historia ni tienen interés en conocerla, poseemos una especie de alarma interior que nos pone sobre aviso frente a la retórica de los políticos, de los publicistas (incluidos los periodistas) y de los intelectuales. Y también frente a nuestra propia retórica.
Me remito a los hechos.
En cierta conversación que mantuve con Waleska hace unos meses me comentó que de los veintipocos compañeros de clase de su colegio (era privado, nada barato y bilingüe, todavía existe y parece que les va muy bien) sólo dos conservaban a sus padres juntos. Los demás se habían divorciado o separado. Es mi caso.
Cuando estaba yo en el proceso de ruptura, largo y tortuoso, sentía que mi ex mujer y yo éramos los seres más desgraciados del universo, que el daño que nos hacíamos el uno al otro era el más gratuito y perverso, y que el futuro que se abría ante nosotros era negro como una mina de carbón.
Waleska era adolescente, y maduró en ese ambiente.
Ni se hizo yonki ni okupa ni se hundió en una depresión irreparable. Es obvio que la procesión la lleva por dentro, pero también es evidente que lucha contra los embates de los malos hábitos y malos ejemplos de sus padres y de la generación de sus padres.
No, Waleska no es ninguna mujer excepcional. El mundo está lleno de seres como ella, con sus preocupaciones ecológicas, sus inquietudes políticas, sus miedos al futuro. Pero con la integridad y la fuerza suficiente como para afrontar con valentía los avatares con los que se vayan encontrando.
¿Dónde se esconden estos millones de personas? Porque a juzgar por lo que vemos en los mass media, en los cines y teatros, y leemos en las novelas que ni son ni aspiran a ser bestseller (las historias que cuentan los bestseller son imposturas aceptadas por el lector), el mundo está a rebosar de seres angustiados, violentos, drogados, asesinos, o víctimas de todo eso.
Bien es verdad que la suma de los hambrientos, de los desplazados por la guerra, de los miserables de la tierra es enorme. Quizá hasta superior a la de quienes no sufrimos esos males. Pero salir de ese círculo vicioso de la pobreza no depende sólo de nosotros, sino también de quienes la padecen. Con frecuencia nuestra ayuda en lugar de favorecerles les priva de voluntad y de fuerza para sacarse ellos mismo del pozo.
La vida del refugiado, del privado de bienes básicos no está sometida a unas leyes fatales que les condenan despiadadamente. Del mismo modo que un hombre o una mujer occidentales nacido y crecido en una razonable abundancia puede degenerar o prosperar debido a sus propias acciones, los desgraciados de la tierra tienen un margen de maniobra para dirigir su existencia hacia la mejora o hacia la rutina del hambre y la sopa boba.
Y quien sostenga lo contrario está negando que los desgraciados sean seres humanos.
Mi nieto Jannik es una de las dichas más grandes que me ha deparado esta etapa de mi vida. A mí y a tantas personas, como a su propia abuela, a mi mujer actual, a los familiares de Hauke, el marido de Waleska.
Es la alegría de la vida, del color, de la esperanza, del futuro.
¿Será esa desesperación que se expande por la superficie del planeta una impostura publicitaria más? En cualquiera de los casos, sus víctimas occidentales son, ellos sí, los más desgraciados de la tierra o los más tontos.
2 comentarios:
Yo estoy viendo algo parecido en el caso de mi hermana Obdulia, que tiene un hijo de un año y medio y ya está embarazada de otra niña.
También ella está feliz y plena, y al igual que Waleska no es que lo haya tenido nada fácil en la vida.
Son ejemplos de esa vida real que no aparece en los medios porque la felicidad no es noticiosa, no provoca morbo, no "interesa".
Mejor que sea así.
Pues a mi me has arrancado unas lágrimas de emoción estimat company, serà per diners?
Estoy muy sensiblón.....
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