Delante del pont de Sant Jordi con mi mujer Antonia
De derecha a izquierda: Pep Sastre, Adrián Espí, Rosa Sánchez y un servidor.
Elogio a Alcoy
El martes, día 10 de febrero, presentamos mi biografía de Renau en Alcoy. Fue en la Casa de la Cultura, antiguo Banco de España (metamorfosis de los tiempos modernos: dinero en cultura, o a la inversa). Estaban conmigo la concejala de Cultura del Ayuntamiento, Rosa Sánchez, mi compañero de Canal 9, Pep Sastre, y el catedrático jubilado de Historia del Arte de la Universidad de Alicante, Adrián Espí. Glosaron mi libro hasta hacerme enrojecer (de gusto).
La asistencia no fue nutrida, pero suficiente para colmar de nuevo mi vanidad y justificar el acto.
Como acabo de decir y es natural en estos casos, se habló bien del autor. Pero tan bien que si en lugar de en un salón de actos hubiéramos estado en una plaza de toros, me habrían sacado a hombros.
Sin embargo, lo más importante para mí fue protagonizar un acto público en Alcoy, que es “mi pueblo”, la ciudad donde nací y viví apenas seis años de mi infancia.
Se reconoció públicamente mi alcoyanía. Me sentí como si se me estuviera haciendo justicia, algo a primera vista absurdo, porque no me puedo quejar de que no se me conozca ni reconozca en Alcoy, pues hace cincuenta y tres años que abandoné la ciudad.
Este (re)sentimiento se basa en un episodio que me ocurrió en Valencia hace años. Estaba en la redacción de mi trabajo cuando sonó un teléfono. Lo cogí y el interlocutor dijo ser el corresponsal en Alcoy. Hablaba en español y yo utilicé el mismo idioma. Al colgar dije en voz alta, “Qué raro. No parlava en valencià…” Y alguien me contestó, “No sería alcoià.” Salté como un resorte, a punto de extraer mi DNI de la cartera (algo que me ha tocado hacer alguna vez en Valencia para demostrar mi origen). Argumenté que yo era alcoyano y sólo había hablado el valenciano en la calle con los otros niños, y por poco tiempo, y que consideraba una falta de consideración que se quisiera excluir de Alcoy a los que hablaran en español. Esta actitud claramente racista salía de la mente de una persona progre, cotizante de Greenpeace y apuntada en todas las movidas izquierdosas.
La verdad es que en la Comunidad Valenciana este racismo es residual, aunque muy duro. No hay aquí una masa de fascistas locales como en Cataluña o las Vascongadas. Pero yo llevaba la espina clavada en la carne, y el acto del martes me sirvió para extraerla.
He de decir que el acto de presentación transcurrió en español y en valenciano (yo utilicé la lengua de la tierra), del modo más natural y sin que nadie se llamara a escándalo por el cambio e intercambio de lenguas.
Educado en Madrid, nunca he perdido mi sentimiento de alcoyano, ya que no mi raíz. Siempre he envidiado a aquellos que han nacido en un pueblo (o ciudad) y regresan a él periódicamente para ver a su familia, para pasar unos días “en casa”. Yo no tenía familia carnal en Alcoy. Mis padres nacieron fuera de Madrid, aunque también se criaron en la capital. Luego se tuvieron que trasladar a Alcoy por razones de trabajo. Así que yo formo parte de ese nutrido grupo de personas que no pertenece a ningún sitio.
Esto ha marcado mi sicología identitaria. Hay muchas personas que confiesan sentirse muy a gusto sin creencias religiosas, que manifiestan indiferencia por la tierra en la que han nacido y pretenden ser “internacionalistas”, dando a entender que pertenecen a abstracciones irrepresentables como el planeta Tierra o el Género Humano, y que en general se apuntan al ejército del pacifismo, el buenismo, el asexualismo y el federalismo planetario. Yo no soy de ellos. He observado que la mayoría de quienes se autocalifican según este patrón llevan una vida desahogada, tienen chalet en la sierra o en la playa, sus costumbres son de un convencionalismo burgués que echa para atrás, y su mayor compromiso es participar en una oenegé.
A mí me gustaría tener familia carnal en Alcoy. A falta de ella, tengo una madrina alcoyana, parientes indirectos alcoyanos, buenos amigos alcoyanos, y he conocido a interesantes alcoyanos en varios continentes de la Tierra.
Para mí, ser de Alcoy se ha convertido en un orgullo. Algo así como lo que sienten los que son de Nueva York, de París o de Barcelona (no sé por qué, ser de Madrid todavía no ha llegado a ser un título de honor reconocido). Es evidente que ser de Alcoy tiene el mismo mérito que ser de Villaconejos, de Kioto o de Bloemfontein. Es decir, los de Villaconejos, los de Kioto o los de Boemfontein tienen el mismo derecho que los alcoyanos de sentirse orgullosos de su origen.
Lo importante del solar donde se nace es que uno hereda todo lo bueno de ese lugar. Según la autoridad acumulada por la historia, hay villas y villorrios que suenan más que otros. Vistos desde la Luna, todos los pueblos son iguales. Pero es que mirar desde la Luna es algo tan infrecuente como absurdo. Lo natural, lo común es mirar desde la superficie terrestre, desde el campanario del pueblo de cada cual, y encontrar lo que nos hace diferentes de los que nos miran desde el campanario de al lado, y a la inversa. En eso se basa la construcción de la identidad. Los “internacionalistas” pretenden que semejante punto de vista es estrecho. Pero el suyo, a fuerza de amplitud, es todavía más lunático.
Alcoy es una de las primeras ciudades que crecieron como tales en la geografía española. Semejante responsabilidad le ha dado sello de identidad. Es de los pocos lugares valencianos que estimulan la economía y la cultura propia en lugar de entorpecerla. Alcoy tiene hoy la misma población que hace medio siglo. Esto se debe la su ubicación geográfica, sin apenas término municipal y entre montañas, y a que Alcoy es una ciudad hecha, terminada, cultivada como un jardín, que de vez en cuando cambia de plantas y árboles, pero cuya base nutricia sigue siendo idéntica.
Para mí, que se me reconozca como alcoyano en mi tierra ha sido una de las mayores satisfacciones de los últimos años.
He dicho.
Elogio a Alcoy
El martes, día 10 de febrero, presentamos mi biografía de Renau en Alcoy. Fue en la Casa de la Cultura, antiguo Banco de España (metamorfosis de los tiempos modernos: dinero en cultura, o a la inversa). Estaban conmigo la concejala de Cultura del Ayuntamiento, Rosa Sánchez, mi compañero de Canal 9, Pep Sastre, y el catedrático jubilado de Historia del Arte de la Universidad de Alicante, Adrián Espí. Glosaron mi libro hasta hacerme enrojecer (de gusto).
La asistencia no fue nutrida, pero suficiente para colmar de nuevo mi vanidad y justificar el acto.
Como acabo de decir y es natural en estos casos, se habló bien del autor. Pero tan bien que si en lugar de en un salón de actos hubiéramos estado en una plaza de toros, me habrían sacado a hombros.
Sin embargo, lo más importante para mí fue protagonizar un acto público en Alcoy, que es “mi pueblo”, la ciudad donde nací y viví apenas seis años de mi infancia.
Se reconoció públicamente mi alcoyanía. Me sentí como si se me estuviera haciendo justicia, algo a primera vista absurdo, porque no me puedo quejar de que no se me conozca ni reconozca en Alcoy, pues hace cincuenta y tres años que abandoné la ciudad.
Este (re)sentimiento se basa en un episodio que me ocurrió en Valencia hace años. Estaba en la redacción de mi trabajo cuando sonó un teléfono. Lo cogí y el interlocutor dijo ser el corresponsal en Alcoy. Hablaba en español y yo utilicé el mismo idioma. Al colgar dije en voz alta, “Qué raro. No parlava en valencià…” Y alguien me contestó, “No sería alcoià.” Salté como un resorte, a punto de extraer mi DNI de la cartera (algo que me ha tocado hacer alguna vez en Valencia para demostrar mi origen). Argumenté que yo era alcoyano y sólo había hablado el valenciano en la calle con los otros niños, y por poco tiempo, y que consideraba una falta de consideración que se quisiera excluir de Alcoy a los que hablaran en español. Esta actitud claramente racista salía de la mente de una persona progre, cotizante de Greenpeace y apuntada en todas las movidas izquierdosas.
La verdad es que en la Comunidad Valenciana este racismo es residual, aunque muy duro. No hay aquí una masa de fascistas locales como en Cataluña o las Vascongadas. Pero yo llevaba la espina clavada en la carne, y el acto del martes me sirvió para extraerla.
He de decir que el acto de presentación transcurrió en español y en valenciano (yo utilicé la lengua de la tierra), del modo más natural y sin que nadie se llamara a escándalo por el cambio e intercambio de lenguas.
Educado en Madrid, nunca he perdido mi sentimiento de alcoyano, ya que no mi raíz. Siempre he envidiado a aquellos que han nacido en un pueblo (o ciudad) y regresan a él periódicamente para ver a su familia, para pasar unos días “en casa”. Yo no tenía familia carnal en Alcoy. Mis padres nacieron fuera de Madrid, aunque también se criaron en la capital. Luego se tuvieron que trasladar a Alcoy por razones de trabajo. Así que yo formo parte de ese nutrido grupo de personas que no pertenece a ningún sitio.
Esto ha marcado mi sicología identitaria. Hay muchas personas que confiesan sentirse muy a gusto sin creencias religiosas, que manifiestan indiferencia por la tierra en la que han nacido y pretenden ser “internacionalistas”, dando a entender que pertenecen a abstracciones irrepresentables como el planeta Tierra o el Género Humano, y que en general se apuntan al ejército del pacifismo, el buenismo, el asexualismo y el federalismo planetario. Yo no soy de ellos. He observado que la mayoría de quienes se autocalifican según este patrón llevan una vida desahogada, tienen chalet en la sierra o en la playa, sus costumbres son de un convencionalismo burgués que echa para atrás, y su mayor compromiso es participar en una oenegé.
A mí me gustaría tener familia carnal en Alcoy. A falta de ella, tengo una madrina alcoyana, parientes indirectos alcoyanos, buenos amigos alcoyanos, y he conocido a interesantes alcoyanos en varios continentes de la Tierra.
Para mí, ser de Alcoy se ha convertido en un orgullo. Algo así como lo que sienten los que son de Nueva York, de París o de Barcelona (no sé por qué, ser de Madrid todavía no ha llegado a ser un título de honor reconocido). Es evidente que ser de Alcoy tiene el mismo mérito que ser de Villaconejos, de Kioto o de Bloemfontein. Es decir, los de Villaconejos, los de Kioto o los de Boemfontein tienen el mismo derecho que los alcoyanos de sentirse orgullosos de su origen.
Lo importante del solar donde se nace es que uno hereda todo lo bueno de ese lugar. Según la autoridad acumulada por la historia, hay villas y villorrios que suenan más que otros. Vistos desde la Luna, todos los pueblos son iguales. Pero es que mirar desde la Luna es algo tan infrecuente como absurdo. Lo natural, lo común es mirar desde la superficie terrestre, desde el campanario del pueblo de cada cual, y encontrar lo que nos hace diferentes de los que nos miran desde el campanario de al lado, y a la inversa. En eso se basa la construcción de la identidad. Los “internacionalistas” pretenden que semejante punto de vista es estrecho. Pero el suyo, a fuerza de amplitud, es todavía más lunático.
Alcoy es una de las primeras ciudades que crecieron como tales en la geografía española. Semejante responsabilidad le ha dado sello de identidad. Es de los pocos lugares valencianos que estimulan la economía y la cultura propia en lugar de entorpecerla. Alcoy tiene hoy la misma población que hace medio siglo. Esto se debe la su ubicación geográfica, sin apenas término municipal y entre montañas, y a que Alcoy es una ciudad hecha, terminada, cultivada como un jardín, que de vez en cuando cambia de plantas y árboles, pero cuya base nutricia sigue siendo idéntica.
Para mí, que se me reconozca como alcoyano en mi tierra ha sido una de las mayores satisfacciones de los últimos años.
He dicho.
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