Sensaciones, ideas y fantasías

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El Juego de los Abalorios

Hará cosa de veinte años leí la última novela publicada por Hermann Hesse (creo que en 1946), El Juego de los Abalorios. Fue una experiencia intensa, sobrecogedora, indeleble. La paradoja es que al volverla a leer hoy apenas reconocía las huellas que dejó, es decir, era como si no las hubiera dejado. ¡Pero lo hizo! ¿Entonces? ¡Se habían borrado!

He aquí una explicación plausible: yo he cambiado tanto mi forma de mirar y de ver el mundo, que aquello que aprendí cuando pensaba tan distintamente se ha desencajado.

El Juego de los Abalorios me fue recomendada por un amigo de la infancia que se había hecho cura. Quería compartir conmigo una formidable revelación. Me pregunto qué sentiría hoy mi amigo si releyera la novela, cómo se habrá moldeado El juego de los Abalorios en su memoria.

Cambiar de prisma moral produce unos curiosos efectos. Hay cosas que uno aprendió cuando veía el mundo de otro modo, cosas medulares en el pensamiento que le dominaba a uno, que chocan de frente con el nuevo punto de vista. El segundo se impone sobre el primero, y santas pascuas. Sin embargo también hay cosas importantes que uno aprendió antaño, pero que no tenían nada que ver con el pensamiento dominante. Al cambiar de punto de vista, hogaño, estas cosas no chocan con nada, puede que hasta se amolden mejor. Pero están disueltas, han perdido consistencia debido al roce que han mantenido durante años con un pensamiento muy ajeno a ellas.

Exactamente eso es lo que me ha pasado con El Juego de los Abalorios. La impronta dejada no resistió el efecto disolvente de una forma escéptica, casi cínica de observar y de ver el mundo, y fue diluyéndose.

Creo que he llegado a tiempo de rescatar mucho de aquella impronta.

La primera mitad del siglo XX fue una época folletinesca para el anónimo autor (en la ficción) de El Juego de los Abalorios. Así es como veía su tiempo Hermann Hesse, y lo retrató con precisión implacable.

La “música del ocaso”, dice, vibró durante decenios cual bajo un órgano amenazador, corrió como reguero de corrupción por escuelas, revistas y academias, y fluyó como manía melancólica y epidemia de sensibilidad entre los artistas y críticos de la época e hizo estragos en las artes bajo la forma de un furibundo exceso de producción por parte de los simples aficionados. Si una mente lúcida veía el mundo así en 1940, ¿qué reacción habría tenido de vivir en la presente?

Describe también Hesse la postura cínica que surgía ante la decadencia.

Seguir la danza y declarar anticuada bobería cualquier preocupación por el porvenir, cantar impresionantes folletines acerca del próximo fin del arte, de la ciencia, del idioma, entronizar una total desmoralización del espíritu y una inflación de los conceptos en aquel folletinesco mundo autoedificado de papel, sin otro móvil que una especie de placer suicida y proceder como si se asistiera con descarada indiferencia o desenfreno báquico al hundimiento no sólo del arte del espíritu, de la ética y de la probidad, sino también de Europa y del mundo.

Si cambiamos la referencia al mundo autoedificado de papel por la de un mundo autoedificado por los medios audiovisuales, la descripción de Hesse de 1940 sigue vigente.

Cabe preguntarse cómo es la decadencia tan larga, y sobre todo cuánto dura la conciencia que se tiene de ella, sin haber producido el menor efecto terapéutico.

Será que las interpretaciones de la realidad no se convierten siempre en acción. El mundo de hoy, tecnificado, digitalizado, globalizado y todo eso no reacciona al pensamiento por brillante e imaginativo que sea, y hace como una pantalla flexible y bien tirante en un bastidor: por mucho que la empujemos y queramos darle forma, en cuanto retiramos la mano de ella, regresa a su tensa tersura.

El Juego de los Abalorios comienza como la biografía de un individuo notable del año dos mil y pico, cuando el mundo había dejado de ser folletinesco, según aventuradas previsiones de Hesse. Se guarda mucho éste de describir las circunstancias de ese nuevo mundo, primero porque no es amigo de descripciones innecesarias, así como porque quiere evitarse el riesgo de quedar en ridículo si su novela se leyera en el año 2200, por ejemplo, pero sobre todo porque lo que le importa es la vida interior del protagonista, José Knecht. Algo menos de la mitad de la novela es un relato de la formación de Knecht, desde su ingreso en la Orden Castalia de los intelectualizados jugadores de abalorios, hasta su debido y planificado ingreso en la elite dirigente de esa orden, tras haber sido puesto a prueba.

Y es a partir del encuentro de Knecht con el prior benedictino Jacobo, cuando los conflictos empiezan a emerger. Conflictos apoteósicos.

Lo iremos viendo.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Los amigos del céremin

Estado en el que me quedé tras el concierto

Mi mujer y yo hemos acudido al Parinfo de la Universidad Politécnica de Valencia, atraídos por el reclamo de un Concert de Theremin. Yo me dejo llevar. Pienso que quizá sea un homenaje a las víctimas del campo de concentración de Teresin, en Eslovaquia. En la sala descubro que Theremin es un instrumento musical de diferentes aspectos: una caja negra con una antena vertical y otra horizontal en forma de circunferencia, o un objeto de madera que parece la caja de resonancia de un laúd, con los mismos aditamentos, pero sin asta.
En el programa se anuncian once piezas de diferentes compositores, Gabriel Fauré, Felix Mendelssohn, Maurice Ravel, Chaikovski, Massenet y otros. En el centro del escenario un enorme piano de cola nos recibe. La sala se llena a rebosar, unas doscientas personas, la mayoría estudiantes y familiares de estudiantes. Hay cuatro intérpretes, dos pianistas y dos cereministas.
Una joven ataviada de negro-concierto nos da las gracias por nuestra presencia (es gratis, afortunadamente, enseguida veremos por qué es una suerte no haber pagado) y pronuncia Theremin como céremin. No dice más. Yo me figuro que debe ser un instrumento recién inventado, experimental, porque el concierto lo patrocina la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicaciones. Estos telecos valencianos están locos por la tecnología, así que igual acaban de crear un instrumento nuevo, me digo. Craso error.
Empieza el concierto. El pianista ejerce de tal. El cereminista se sienta en una banqueta frente al instrumento, levanta la mano derecha, junta los dedos, pega la mano al pecho, frunce los labios, pone los ojos en blanco, le hace un gesto con la cabeza a su compañero y empieza a sonar Après un rêve, de Gabriel Fauré. La melodía se reconoce en el piano, pero en el céremin lo que suena es un violín o un chelo mal afinados. Observo las manos del intérprete, y me pasma que no toque ninguna de las dos antenas. Sólo cierra y abre la mano como si sostuviera un asta virtual y presionara con la punta de los dedos cuerdas invisibles.
En la siguiente pieza aparecen un nuevo pianista y un nuevo cereminista. El piano sigue sonando como un piano, y el céremin continua desafinando.
El resto del concert será igual. Cuando las composiciones obligan al virtuosismo del violín para el que fueron escritas, el céremin desafina cada vez más. Aquello es un gato viudo, moribundo o atormentado por causas felinas.
El público, sin embargo, guarda un respetuoso silencio. La única explicación que me doy es que, al ser familiares, amigos y compañeros de los intérpretes, se sienten inclinados a la generosidad más extemporánea. Incluso aplauden, sin entusiasmo, es verdad, al finalizar las piezas. Además, es gratis. Es de mala educación protestar cuando te han invitado a un evento. Mi mujer y yo deseamos levantarnos e irnos, pero nos contiene la idea de llamar la atención, porque nadie se mueve de su butaca, a pesar del concierto gatuno.
Observo de refilón a mi vecino de la izquierda, y le veo mover los dedos de una mano como el intérprete del céremin. Parece saber del tema. Al acabar la pieza, le pregunto si la calidad del sonido se debe a un defecto del instrumento o a la pericia del intérprete. Me dice que, en condiciones óptimas, el céremin tiene que sonar igual que un violín. Me muerdo la lengua para no preguntarle por la necesidad de construir un chisme que suena igual que otro, cuando el primero suena tan bien y tiene siglos y siglos de desarrollo y mejoras.
Desconcertados, nos vamos a casa. Mi mujer enciende el ordenador y busca en la gran enciclopedia internáutica Theremin.
¡Oh, sorpresa! El Theremin lo inventó un ruso en 1919. Quizá para aliviar las tensiones postrevolucionarias, quizá para glorificarlas. Le llamó eterófono, que suena tan mal como los ruidos que emite. Dice Wikipedia sobre el theremin: “su uso frecuentemente es el de un aparato para efectos especiales más que un instrumento musical, al no poder acentuar ni separar las notas producidas.” Y resulta que se ha empleado en el cine, sobre todo en películas de misterio y suspense, por la tenebrosa calidad de los sonidos que emite.
“El céremin lo han usado grupos e intérpretes famosos como son Pink Floyd, Nine Inch Nails, Radiohead, Skunk Anansie, Los Planetas, Jean Michel Jarre, Jon Spencer Blues Explosion, Fangoria, e incluso Estopa. Otros menos conocidos pero que también hacen uso del theremin son The Gathering, Spock's Beard, Lendi Vexer, Project:Pimento, Estirpe, Green Carnation, Messer Chups y ultimamente Sunkfool,” afrima Wikipedia.
Como puede verse, el céremin tiene multitud de amigos.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Zivot je jen náhoda, Casualidades de la vida


Imagino a Miron Smidák en pie, saturado de melancolía. Observa desde su apartamento en el barrio de Hradcanská los árboles legendarios de la plaza de Puskin. Soporta Miron la extrema delgadez de su cuerpo mortal. No ve a los niños que juegan en los columpios de Puskinovo nam. Ni a la joven camarera de la cafetería de la esquina de la calle Uralská, que recoge de la terraza varias botellas de cerveza acabadas de consumir. Sus ojos intentan capturar la extrema ingravidez de la música.
Miron Smidák es pianista. Tiene 28 años, y un currículum escrito con el neón intermitente de los premios. Necesita estar cómodo para interpretar. Por eso viste trajes de etiqueta que le vienen grandes, como salvavidas con pajarita.
Se encarama al podio metálico que hace de escenario, se apoya en el piano y se inclina para agradecer los aplausos del público. Acomoda la banqueta a su gusto, y sin permitirse una pausa, arranca a tocar las Tres Danzas Checas de Bohuslav Martinú.
Estoy en el salón de actos del MuVIM de Valencia. Asisto al concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, fotógrafo. No es un lugar apropiado para la interpretación musical. Pero las manos de Miron Smidák actúan con tan gran efecto en el teclado, que la melodía fluye del piano y compensa la calidez que falta en la arquitectura.
Atrevido aficionado a la música, las Tres Danzas Checas me evocan a Falla, a Turina, a Granados. Distingo en las notas que ejecuta Miron Smidák un colorido atenuado, un aleteo de ave más nocturna que diurna. Es el eco de Centroeuropa, distante del ibérico, aunque se reconozca en él la época. Los tres autores checos escogidos por Miron Smidák, a saber, Bohuslav Martinú, Erwing Schulhoff y Jaroslav Jézek, crearon sus obras en el primer tercio del siglo XX, como mis referencias españolas, Falla, Turina, Granados. En este parentesco cronológico se reconocen todos, en la descomposición formal y cromática de sus composiciones. Nos recreamos en una época que desmonta, a veces con crueldad, con impertinencia, las tradiciones del arte, que incluso se quiere cargar el arte mismo.
Y lo que consigue es una montaña de creaciones sublimes. Pocas épocas habrá más fecundas estéticamente en la historia de la humanidad que la primera mitad del siglo XX. En paralelo, pocas décadas serán más catastróficas que aquéllas. Catástrofes urdidas por el ser humano, arte insuperable salido de sus dedos, de su imaginación, de su incertidumbre, de su angustia. Guerras y revoluciones sangrientas a capazos.
Quizá por eso la sonrisa del flaco Miron Smidák es melancólica. A sus veintiocho años, lanzado detrás de su eminente nariz hacia el siglo XXI, quizá no se sienta heredero del siglo en el que nació. Pero lo recrea con soberbia calidad.
Termina con Martinú y hace una pausa, abriéndose paso entre los aplausos hasta el fondo de la sala. Reaparece, hace una reverencia al entregado público, se sienta ante el piano y se pone a meditar mientras la gente cuchichea o saca un caramelito y lo desenvuelve con impunidad exasperante (debería bajar una grúa del techo y arrebatar a estos impertinentes de la sala). Luego de musitar lo que parece una oración, empieza con la Sonata Nº 3 de Erwin Schulhoff: Moderato cantábile, Andante, Alegro Molto, Marcia fúnebre y Alegretto moderato. Los fragmentos de la melodía salen disparados o flotando del piano y se arremolinan en el severo espacio a la búsqueda de unas paredes que los abracen afectuosas en lugar de rebotarlos con desdén.
El final del concierto especial con ocasión de la exposición Karel Capek, Fotógrafo son diez canciones de Jaroslav Jezek. Ragtime, jazz, fox trot, charlestón… También surgen las comparaciones en mi cabeza de aficionado atrevido. Pero estas encajan muy poco. Las tonadillas, las zarzuelas, las operetas españolas de los años 20 y 30 tienen poco que ver con las composiciones de los músicos franceses, alemanes, británicos o norteamericanos.
Poco tendrían que ver Tomás Bretón, José Serrano, Amadeo Vives, Pablo Luna o Sorozábal con ese desconocido para mí Jaroslav Jezek. Probablemente lo que les equipare sea su decisión de meter a la vida popular en un pentagrama. España, como Italia, es la gran excepción en la música popular y en la pintura vanguardista europeas (dos extremos, qué curioso) de las primeras décadas del siglo XX. La tradición pesa tanto en el Mediterráneo que, en la música, es impermeable a los ritmos norteamericanos hasta los años 60.
Kurt Tucholsky, Rudolf Nelson, Friedrich Hollaender, y después Kurt Weil, viven en una sociedad urbana, frenética, industrial, politizada, partida en violentos intereses, y lo reflejan con un genio asombroso. Me figuro que Jaroslav Jezek pertenecerá a la misma camada de músicos feroces y feraces.
A parte del talento musical extraído de los genios norteamericanos (Irving Berlin, George Gershwin, Cole Porter), Jezek pone unos títulos embriagadores a sus composiciones: El cielo en la tierra, El mundo azul oscuro, El sombrero en los matorrales, haciendo un ramo de flores…
Pero hay uno que me ha impresionado: Zivot je jen náhoda, La vida es una casualidad.
Una casualidad quiso que yo estuviera presente en este concierto. Una jubilosa casualidad, que acaso también haya atraído a otros espectadores de los casi cien (la mayoría abrumadora, mujeres) que llenaban el salón de actos del MuVIM.
Vivamos y gocemos, incluso bebamos, que mañana moriremos, y cuanto más hayamos bailado, mejor. Sobre todo cuando es gratis. ¡Qué época estupenda vivimos! Cada día a un concierto, una película, una exposición, una brillante conferencia. ¿De qué nos quejamos? Nos dan alimento espiritual gratis o a precio de saldo. He aquí un buen remedio contra la crisis: si se queda usted en paro, reaccione y acuda cada tarde a un evento. Cuando vuelva a trabajar, será un intelectual morrocotudo.