Sensaciones, ideas y fantasías

miércoles, 30 de enero de 2008

JAAAAAAARRRRRRR

JARR: Dolor o placer
El ciego estrella la jarra medio llena de vino sobre la cabeza de su lazarillo y le provoca dolor y placer. El segundo lo percibe el gusto, la lengua rebañando el mosto que corre por la cara. Mosto y sangre.
JARR es Juan Antonio Rodríguez Roca (Algemesí 1973). Pinta, dibuja y reúne cacharritos de cocinita infantil, muñecas, soldaditos, ovillos, carretes, casquillos y cables… ¡qué se yo!... Lo amontona sobre un bastidor, le da un nombre y lo vende a cinco mil euros.
Siento verdadera curiosidad por conocer al comprador de este agregado de basurilla infantil o infantil agregado de basurilla, si es que existe.
En cuanto a los lienzos y a los dibujos: sexo, pero no a porrillo, sexo explícito, aunque algo artístico. Esto quiere decir que no es horrible, que no es doloroso, aunque se ve que JARR ha sufrido. El año pasado vi una exposición de un artista a todas luces homosexual, que se dedicaba a llenar sus lienzos de hombres masturbándose o copulando, en parejas, en grupos, en paisajes, colgados de los árboles, encerrados en celdas. Pero, ¿no era el sexo una liberación de la pacatería secular, algo espléndido, gozoso? ¿Por qué algunos artistas, dramaturgos, novelistas, cineastas, se empeñan en mostrar del sexo lo forzado, lo horrible, lo incestuoso, lo aberrante? ¿Están saciados? ¿Están desconcertados? ¿Están confusos?
He aquí lo que dice galeríacuatro de JARR:
JARR entiende su condición de artista como un compromiso con el mundo que le rodea. La realidad es para él un campo de exploración crítica que debe canalizarse a través de su obra. Su sensibilidad se oprime y se contrae ante los problemas que asedian al hombre contemporáneo. Este dolor estampado en su alma ha ido transformando su gesto dulce y expresivo en una radicalización estética, brutal, incómoda para el espectador, pero eficaz para su necesidad comunicativa.
Apuesto a que un lingüista ocioso analice formalmente, sólo formalmente, esta declaración que pretende ser una incursión de galeríacuatro en la mente de su artista. Por mi parte, ofrezco un resumido análisis semántico.
¿Qué hay más allá de las vaguedades en este discurso? ¿Es JARR un misionero? ¿Hace apostolado desde su estudio? Una vez explorada críticamente la realidad, ¿cómo la canaliza, cómo la selecciona, cómo la representa, con pinceles, con colores, con estampas, con cacharritos? ¿Es JARR un mesías, un mártir, capaz de recoger los problemas que asedian al hombre contemporáneo? ¿Es un titán? El dolor ese que lleva estampado en el alma y que transforma en imágenes brutales e incómodas pero eficaces, ¿le permite llevar una vida convencional o come clavos y bebe gasolina como unfakir? ¿El dinero que le apartan los marchantes, ¿lo envía al Tercer Mundo, donde más sufren los hombres, lo mete enbotellitas que sella y tira al mar a continuación, lo guisa y se lo come con patatas fritas de marca?
¿Es JARR tal y como le pinta la galeriacuatro?
¡JAAAAAAARRRRRRRR!
Me quedo con el dolor-placer clásico: el del ciego estampando el jarro de vino en la cabeza de Lázaro.

sábado, 26 de enero de 2008

De Chirico no se cortaba un duro

Sala magna de exposiciones temporales del IVAM. Entras en la penumbra, abres bien los ojos, distingues unas ventanas de luz que resultan ser viejos lienzos de Giorgio de Chirico, y te asalta una perplejidad molesta porque viene llena de respuestas ambiguas.
Y es que las telas de de Chirico te están preguntando sin cortarse un duro: ¿qué es el arte, eh?, pero, ¿qué diablos es el arte?
Y una de las respuestas efervescentes es: la representación de lo incomprensible, de lo inaccesible. En la literatura, el instrumento apropiado es la poesía. En la plástica, el método más antiguo es la pintura, y el método más moderno y todavía válido los Ready Made Objects - pero también el más comprometido, porque en pintura si no trasmites lo inaccesible, al menos queda la imagen, pero si falla el mensaje de los RMO, lo que quedan son chismes viejos y oxidados.
Desde que empecé a ver lienzos de de Quirico, siendo un adolescente, me quedé fascinado… aunque no sabía por qué. Es uno de los efectos del Surrealismo: te deja perplejo, pero lleno de deseo y de admiración. Todo ello impreciso, indeterminable. Es que ese es el escenario del territorio inconsciente. Da igual que de Quirico fuera o no un surrealista, que los surrealistas le consideraran un hereje o no. Los estilos, las escuelas de verdad no tienen un periodo de vigencia. Hoy, en la inmensidad del océano de la creación plástica, se encuentra uno con excelentes cubistas, expresionistas, realistas, surrealistas contemporáneos.
La selección de lienzos de de Quirico que exhibe el IVAM está muy bien hecha, y permite al curioso cultural, diletante o auténtico, experimentar esa cosa incomprensible que se ve en toda obra de arte, y en especial en las realizadas con talento, sin cortarse un duro.

Teatro El Musical de Valencia: Mujeres frente al espejo

Eduardo Galán, el autor de “Mujeres frente al espejo” domina los recursos escénicos que ha acumulado a lo largo de su experiencia como dramaturgo. En esta obra ha querido representar los conflictos que provoca la creación artística, que él debe conocer bien, y ha buscado dos personajes, dos mujeres, para desarrollarlos.
Lo hace limpiamente y con oficio. Ha imaginado un modelo de peripecia, y ha lo ha construido con dosis adecuadas de paradoja, sorpresa, ira, desilusión o abatimiento. Una novelista de éxito decide recurrir a un gigoló para experimentar algo que excite su imaginación sin garra, que es casi lo contrario a desgarrada. Pero la casualidad (o la Providencia) le presenta a una joven aspirante a actriz a quien su agente ha convencido para que se haga pasar por un hombre. La reunión es un equívoco, y cuando éste se aclara, se inicia el verdadero conflicto de dos personas insatisfechas y también frustradas, porque en realidad el problema no es la falta de inspiración de una y la mala estrella (o malos enchufes) de la actriz, sino cosa más profundas.
Eduardo Galán hace funcionar el esquema, pero no logra romperlo, borrarlo, y convencer a los espectadores de que lo que están viendo es algo más que una representación. A mi entender falta el desgarramiento y la garra de lo verdadero. Mi mujer, que me acompañaba, lo expresó de otra manera: “Se nota que es un hombre escribiendo sobre mujeres. No termina una de creer el comportamiento de las protagonistas.”
El público que asistió a la función era femenino en su mayoría, con aspecto de amas de casa asociadas (edad media, 45 años) en día del espectador, aunque sin duda muchas se ganaban la vida fuera del hogar. Al final aplaudieron, pero sin entusiasmo, el encomiable trabajo de las actrices, Amparo Ferrer-Báguena y Ruth Lezcano. Quizá el tema les era ajeno: la creación artística, las esclavitudes del escritor, sus renuncias en virtud de las exigencias de los editores, la fragilidad emocional de una creadora y de una actriz, la destructiva ambición de adquirir fama, la frustración.
Pero a mí me parece que lo que fallaba era la autenticidad de los personajes, de sus penas y contradicciones, la integridad psicológica de dos mujeres que la publicidad del teatro presenta como “al borde del colapso”, utilizando una descripción que suena tópica y que lo es en el caso de “Mujeres frente al espejo”.
La obra tiene un final no feliz, sino aleccionador, algo casi ausente en el teatro contemporáneo, y que es de agradecer. También es de agradecer que en los momentos más encendidos del conflicto, el autor no se adentre en esa atrocidad de vómitos, agresiones libidinosas, sucias procacidades, etc., topicazos abundantes en la dramaturgia moderna, por llamarla de algún modo.
En definitiva, una obra que bordea temerariamente el melodrama, de temática fulminante (en un par de ocasiones, el público femenino fingió escandalizarse), pero que no llega a desgarrar. No obstante, en el haber de los responsables está la buena dramaturgia, la buena construcción, la buena dirección de Joaquín Candelas, y la buena interpretación, en todo lo cual ha intervenido una multitud de personas, según el programa de mano.

lunes, 21 de enero de 2008

Fin de semana de Vernissages en Valencia


La galería Rosalía Sénder (calle del Mar, 19, en el corazón histórico de la ciudad) ofrece una selección de José María Molina Ciges (Anna, Valencia, 1938).
Un pintor de setenta años sabe pintar, entre otras cosas porque aprendió a pintar en las denostadas escuelas de arte de antaño. Es algo que se nota, se agradece y se disfruta.
La última etapa de Molina Ciges, que es la que se presenta, la constituyen lienzos que un ciudadano con gusto y posibilidades económicas colgaría de las paredes de su casa. Esta es una posibilidad algo poco habitual en el arte de los tiempos presentes, en el que domina la fealdad, directamente lo horrible, o son objetos sin domesticar, inadecuados para un hogar de clase media, propios de la casa de un rico excéntrico o de una multinacional que quiere hacer creer que es una entidad benefactora. ¿Dónde demonios va a colocar uno en su casa de 100 metros cuadrados una valla de obra, un montón de piedras, un árbol quemado?
Los lienzos de Molina Ciges son, en oposición a toda esa falacia, clásicos. Uno disfruta mirándolos, se relaja y se hace preguntas sobre las intenciones, propósitos o despropósitos del creador al mezclar estudios de estatuas griegas con paredes azulejadas, con bodegones, papeles manuscritos o individuos leyendo el periódico.
Molina Ciges hace bromas con el pop. Y como tiene edad y formación de maestro, le salen cuadros estupendos. Atractivos incluso para aquellos que buscan en el arte la crítica social, porque estos lienzos expuestos en Rosalía Sénder destilan ironía, la forma de crítica social más eficaz y hermosa.

A la vuelta de la esquina, la galería Valle Ortí (Avellanas, 22) inauguraba fotografías de Vanessa Pastor. El título es Excursiones, y la temática, paisajes retratados durante esta práctica campestre. Escribe la autora:
Excursiones es un proyecto complejo en la medida que trata de matizar desde diferentes perspectivas una misma idea. Así, se presenta por un lado una propuesta de corte simbólico (serie fotográfica) en la que, a través de una concepción de la representación del paisaje de cariz Romántico, se pretende establecer conexiones conceptuales entre los elementos que conforman las imágenes y la acción que realizan los personajes retratados en ellas.
Asegura que con sus fotografías plantea “una relectura de las nuevas actividades grupales desarrolladas por la industria del turismo actual”.
Me ha llamado más la atención este esfuerzo explicativo de Vanessa Pastor que las obras.¿Por qué las muestras de arte plástico necesitan declaraciones de intenciones? Pocas pinturas cuentan hoy historias cuyo contexto deba darse a conocer a los que no saben nada de él. Hoy, la mayoría de los cuadros (y objetos artísticos) emiten sensaciones o conceptos. ¿Se puede explicar lo que se siente? ¿Se puede representar un concepto con algo que no sea simbólico? Y en ese caso los símbolos han de ser nítidos para el que los usa y para el que recibe el mensaje que transmiten. Si no es así, ni son símbolos ni son conceptos ni son más que imágenes interpretables o confusas.

Al día siguiente, otras tres galerías valencianas inauguraban exposición. Punto, Val i 30 y Visor. No era una casualidad, era una maniobra táctica de la guerra declarada contra ARCO, porque esta feria de Madrid, que tiene lugar el mes que viene, las ha dejado fuera. Acaso se creían invulnerables, y han montado en cólera. Hoy pocas cosas son invulnerables. La inteligencia de las personas, por ejemplo. La mayoría de los políticos, bastantes periodistas y un puñado de publicistas no creen en ella. Algún día nos llevaremos todos una sorpresa a cuenta de este prejuicio peligroso.

Y ahora, un estreno teatral. Darío Fo, ¿Alcalde?, de Pedro Montalbán Kroebel, en L’Altre Espai. Es un texto inteligente, entretenido, divertido, en una palabra, bueno. Una dirección minuciosa de Emiliano Bronzino. Una interpretación excelente y fluida, a pesar de la variedad de personajes que se han de repartir, de Pepe Miravete, Paco Vila (¡qué papeles los suyos!), Sara Vallés, Juanfran Aznar y Carmen López.
Al parecer, en 1990 un diario milanés tuvo la ocurrencia de publicar que Darío Fo se iba a presentar como alcalde para acabar con el dominio de la derecha. Era mentira. Se organizó un follón. Y todo acabó sin mayores consecuencias. Pero Pedro Montalbán se ha metido en la piel del dramaturgo italiano y ha desarrollado una trama bufonesca construida con precisión, que el director, un italiano, ha italianizado tan bien que parece realizada en Milán.
Sin miedo a exagerar digo que es un acontecimiento extraordinario. Porque buena cantidad de las obras que se estrenan hoy entran dentro de una de estas categorías: raras, incomprensibles, sangrientas, agobiantes o simplemente malas, aunque esto sea un calificativo injusto para el dinero (casi siempre público) y el talento que se emplea en el teatro, pero es lo que suele verse en los escenario, bodrios.
Una curiosidad en relación con el autor. Unos días antes, se había estrenado en Valencia un espectáculo musical llamado C'est la vie, de un dramaturgo norteamericano, traducido y adaptado por Pedro Montalbán. Vistos los dos, hay que reconocer que cuando crea por su cuenta, Montalbán lo hace mucho mejor.
Se sucederán los Vernissages en Valencia. Estamos lanzados, en plena temporada. Vernissage viene del francés, poner barniz,dar lustre a algo. Aquí todavía decimos inauguración. Pero titular con la palabra vernissage da a la bitácora un toque de cosmopolitismo...

domingo, 20 de enero de 2008

Contra los dietaristas

Durante años, esporádicamente, he mantenido un diario. Está convertido en impulsos o cargas eléctricas, no lo sé muy bien, en la memoria de mi ordenador. Como este texto, es una paradoja: algo real pero inmaterial. Uno lee algo impreso en papel, y si no le gusta, pone la mano sobre la hoja, la arruga y la tira a un cesto. Con lo cibernético la ira o la frustración no son vehementes, son un puro gesto, la presión de un dedo en el teclado.
Un buen día, hace ya doce meses, decidí no torturarme más con el diarismo. Mi problema no era carecer de material. Uno no para de decirse cosas: las horas del día son un constante soliloquio, la mayoría del tiempo inconsciente. Mi problema era que siempre describía lo mismo, un yo multiforme pero hecho de una sola pasta incolora e insípida. Cuando uno no es un hombre de acción, sólo se pueden describir emociones, relámpagos que al releerse al cabo del tiempo parecen lo que son, estados efímeros, o algo todavía peor, un fluido uniforme, indistinto. ¿Así soy yo?, llega uno a decirse, incrédulo al leer lo escrito por su mano o por la punta de sus dedos en el espacio intangible y digital.
Hace poco me topé con una razón abrumadora contra el diarismo. La encontré en un libro de papel grueso y fungible, pero que todavía durará unos decenios antes de deshacerse víctima del cloro autofágico. Es El notario del Havre, de Georges Duhamel, citado en esta bitácora. Dice así:

Los diarios íntimos me producen horror. Se me ha dicho que el escritor Carolus Delboeuf se agota cada día dictando quince o veinte páginas de confesiones despiadadas, destinadas a la posteridad. Estas efusiones me parecen del todo contrarias al espíritu científico y también incluso a la simple honestidad. Lo que hace de la introspección algo incomparable a otros métodos científicos es que en el dominio de lo subjetivo es imposible observar los hechos sin modificarlos, sin alterarlos y, lo que es más grave, sin darles existencia. Los “periodistas íntimos”, si me atrevo a decir, no pueden admitir que un día entero, ¡qué digo!, una semana, un mes, se puedan deslizar sin aportar una cosecha de pensamientos, de sentimientos y de emociones. Su actitud no es, no sabe ser contemplativa. Es provocadora. Por sus propias declaraciones, estos señores se encuentran obligados a hacer caso de estados de ánimo extremadamente forzados, digamos que inciertos, informes, incluso inexistentes podríamos decir porque la palabra “embrionarios” supondría una posibilidad de llegar a ser, y yo quiero decir exactamente lo contrario. Este deliro de confesiones da acceso a la conciencia, y por lo tanto al “diario”, a pensamientos que en una vida moral espontánea no habrían visto la luz, pensamientos que pierden toda relación razonable con el resto del alma, con el resto del mundo. Podemos imaginar las deformaciones y las perversiones que esta práctica favorece. Si se me dice que el objetivo de estos periodistas clandestinos es precisamente provocar en ellos tales deformaciones y perversiones, me limito a levantar los hombros. El misterio de nosotros y en torno a nosotros es lo bastante grande como para no recomendar nunca añadir sombra al abismo.

miércoles, 16 de enero de 2008

La libertad de expresión de los artistas


La libertad de expresión no es un derecho ni una concesión, advierte el profesor Gustavo Bueno. Por eso es absurdo que se reclame a los poderes públicos, como si ellos la administraran.
Lo que administran los poderes públicos es dinero, presupuestos. Eso es lo que en realidad se les pide cuando se les reclama libertad de expresión: medios para expresarse y llegar a la población.
¿Es el ejercicio del arte, la creación artística, una competencia de la libertad de expresión?
Para los artistas de corea del Norte, por ejemplo, sí.
Para un artista europeo, no.
Entonces, ¿por qué arman tanto ruido los creadores europeos y americanos sobre ese tema?
Ellos sabrán. Pero es difícil tomar en serio a un artista que, con dinero público o de un mecenas privado pretende minar el sistema con sus creaciones en una galería o en una feria de arte. Si descompone el mecanismo que le permite trabajar, ¿cómo seguirá creando?
En términos exclusivamente teóricos puede decirse que toda novedad artística lo es en la medida que se opone o niega las creaciones que le han precedido.
Generalmente el arte se divide en dos categorías: el arte que celebra el mundo en que vivimos y el arte que lo cuestiona; el arte que trata aquello que conocemos y el arte que trata lo que no conocemos. El primero trata de valores existentes y, en definitiva, trata de nuevos valores. Esto no significa que el arte celebratorio no pueda también ser crítico, ni que el trabajo incriticable esté enteramente desprovisto de valor. Significa sólo que para que el arte nuevo sintonice con los nuevos valores ha de cuestionar los valores ya existentes.

Esto lo afirma Gerard Hemsworth, un teórico. Pero no es más que una hipótesis.
La realidad es que la creación artística depende de una variedad de intereses, presiones y propósitos.
La primera condición es la capacidad de crear. Se basa en el talento del creador y en la formación que haya recibido.
La segunda, contando con la primera, es su posibilidad de dar a conocer sus creaciones: salas, ferias, publicidad, etc.
La tercera, contando con las dos anteriores, es que venda lo hecho para poder seguir creando.
Este esquema debe ajustarse a una realidad bastante menos esquemática. Porque la mayoría de los artistas se ganan la vida con una ocupación que sólo tangencialmente (y no siempre) tiene que ver con el arte.
Pero realizado este ajuste, vemos que las condiciones básicas de la creación tampoco son fieles a su enunciado teórico.
En primer lugar, las galerías, los museos y las ferias están llenas (desbordan) de creaciones sin pizca de talento incorporado y además, mal ejecutadas. Esto es así porque el mercado del arte se ha desprendido de filtros que hasta hace unas décadas eran imprescindibles: el gusto y la calidad, la formación artesana y la experiencia.
En segundo lugar, darse a conocer es una lotería, es algo más aleatorio que racional. Normalmente se consigue gracias a una ayuda económica, a la generosidad de una institución (local, nacional, internacional) cuyos directivos han considerado digna de exposición la obra del artista agraciado.
Y en tercer lugar, la venta de obras de arte repercute en el artista (cuando consigue vender) en una proporción tan baja que, salvo excepciones que se escapan a la regla y que por tanto no afectan a este razonamiento, no liberan al creador de sus esclavitudes alimenticias.

Así pues, el artista necesita de la asistencia de un poder (público o privado), alguien que tenga recursos y que decida ponerlos a disposición del creador, para satisfacer sus inclinaciones. O su derecho a ejercer la libertad de expresión. Cabe preguntarse, ¿qué libertad es esa que se compra, que se paga?


Por ello resulta tan paradójico que los artistas de todas las disciplinas dediquen tanta energía y esfuerzo a dar mordiscos a la mano que les da de comer. Se entendería que los artistas desafortunados, los marginados, los ignorados dieran pábulo a su frustración y a su rencor con creaciones coléricas. Pero lo curioso es que son los triunfadores los que se dedican con ahínco a abofetear a sus mecenas.
Esto ha de tener una explicación, porque no debe deducirse que los estimuladores del arte se complazcan en que les maldigan e insulten.
Esta reflexión la dejo para otro día.

lunes, 14 de enero de 2008

Unhombre con ideas

Estoy suscrito a la publicación mensual internáutica El Catoblepas.(http://www.nodulo.org/ec/2008/n071.htm) Esta revista forma parte del entramado que el profesor Gustavo Bueno dirige o al menos alienta en torno a su pensamiento, un concienzudo sistema forjado en el materialismo filosófico.
Al final de esta entrega reproduzco una síntesis expuesta en su página principal por los alimentadores y difusores del Nodulo Materialista (http://www.nodulo.org/index.htm )
Ahora quiero comentar o más bien difundir el último artículo publicado en El Catoblepas por Gustavo Bueno, dentro de una sección que se le reserva llamada “Rasguños”, un título en el que el profesor manifiesta su ironía y su humildad.
Comenta don Gustavo la entrega de un premio a la libertad de expresión a un asturiano que se la ha ganado a pulso, Juan Vega.
Y es esto último, ganarse a pulso la libertad de expresión, lo que analiza el filósofo materialista.
En un país o sociedad regida democráticamente, carece de sentido pedir o exigir libertad de expresión, dice el profesor. Lo que en realidad se solicita son los instrumentos para ejercerla. Por ejemplo, subvenciones para publicar un libro, o acceso a un medio de comunicación que llegue a todas partes.
Esto es imposible, si se considera que todos los ciudadanos tienen el mismo derecho. Por tanto, la petición resulta absurda.

En la democracia, sobre todo en la democracia de mercado, al igual que en la aristocracia, los puestos desde los cuales es posible expresarse libremente son puestos privilegiados que se obtienen según reglas de distribución que poco tienen que ver con la «justicia» abstracta. Tienen más que ver con el juego o lotería de las capacidades o recursos que a cada ciudadano le hayan caído en suerte, y después con el juego de los intereses, o, lo que es equivalente, con el mercado.
¿Qué sentido queda entonces para las exigencias o recordatorios de quien reivindica a la autoridad, al mercado o a la humanidad la libertad de expresión como derecho humano fundamental? Ninguno. Porque no es la libertad de expresión lo que en realidad se reclama, sino otras cosas, más o menos oscuras, que creen poder pedir, rogar o recordar a quien no puede concederlas, aún cuando lleguen a creer que sólo el «poder» puede otorgarlas.
Olvidan que el «poder», para obtener los medios para dar cauce a su necesidad de expresión, sólo puede emanar de su propio poder, del poder que de hecho tenga cada cual en un momento dado, o el poder del grupo de quien reclama frente a otros individuos o grupos.
Olvidamos también que quienes han logrado disponer, de un modo más o menos precario, de un medio, cauce o institución para satisfacer sus «necesidades de expresión», se habrán encadenado al mismo tiempo a los intereses de la empresa, de la editorial, de la autoridad o de la cadena televisiva que les ha suministrado esos medios o recursos de expresión. En último extremo tendrán que encadenarse también al público del que depende, el que escucha sus intervenciones en la radio, lee sus columnas en el periódico, lee sus libros o asiste a sus intervenciones en un escenario, porque es el público quien en última instancia paga los medios o instrumentos que el columnista, el comunicador, el artista o el autor necesita para satisfacer sus necesidades de expresión, su libertad de expresión.
Todos aquellos ciudadanos que han logrado disponer de medios o instrumentos regulares para ejercitar su derecho a la libertad de expresión, habrán trabajado duramente para lograr su expresión libre, pero no habrán trabajado tanto en beneficio de su propia libertad cuanto en beneficio de los poderes que mantienen vivo el despliegue de la democracia. «Así vosotras, pero no para vosotras, hacéis los nidos, aves; así vosotras, pero no para vosotras, os cubrís de vellones, ovejas; así vosotras, pero no para vosotras, hacéis la miel, abejas; así vosotros, pero no para vosotros, arrastráis los arados, bueyes.»
Cuando honramos con un premio a la libertad de expresión a alguien que, como Juan Vega, ha logrado hacerse con un público que le sigue, no estamos desde luego otorgándole o reconociéndole una libertad de la que él no carece; estamos reconociéndole un poder que él mismo ha ido conquistando a lo largo de los años, contra viento y marea de las autoridades políticas o culturales, empresarios, editores, cadenas de prensa, de radio o de televisión. Y, en este caso, valiéndose de un medio, internet, que permite liberarse en gran medida del servicio a las autoridades políticos o empresariales.


La conclusión de este razonamiento de don Gustavo es que la libertad de expresión en realidad es una capacidad que se adquiere y no un derecho absoluto.

A nadie podemos reclamar la libertad de expresión, ni a nadie podemos agradecérsela; la libertad de expresión, en cuanto libertad-para, no es un derecho burocrático o humanitario que emana de lo eterno, del todo, sino una capacidad o un poder que emana de la parte, en conflicto con otras parte, y que sólo podrá alcanzar lo que pueda alcanzar; y que sólo podrá decirse que se alcanza justamente si llamamos justicia a quien ha obtenido una victoria con sus esfuerzos.
La libertad de expresión que aporta la democracia no tiene según esto mayor alcance que la «libertad de enriquecimiento» que la democracia concede a cualquier ciudadano que juega a la lotería. Una democracia basada en la igualdad, pero a la vez en la mejora o progreso del nivel económico de los ciudadanos, echará mano, generalmente, de instituciones que, como la lotería, están orientadas sin duda a elevar el nivel económico de los ciudadanos, aunque tales instituciones comprometan los principios de la igualdad, precisamente porque promueven, por estructura, las desigualdades más escandalosas.
(…)
La desigualdad no sería sin embargo una injusticia democrática, puesto que todos los ciudadanos apoyan la institución, y sólo exigen del ciudadano que compre su billete, o que lo conserve en buen estado.
Pero nadie puede decir que tiene derecho a ser agraciado por la lotería, porque sólo tiene derecho a comprar el billete, a participar en un juego cuyos resultados están más allá de los derechos humanos, «más allá del bien y del mal» establecido por el principio democrático de la igualdad.
La libertad de expresión «que concede» la democracia exige sin duda un esfuerzo algo mayor que el que se le exige al ciudadano para tener derecho a jugar a la lotería. No basta con comprar un billete o conservarlo en buen estado, hay que escribirlo, decirlo, trabajarlo. Por ello sus beneficios sólo pueden recaer en algunos, los agraciados por el premio, pero no en todos, aunque hayan sido todos los demócratas quienes hayan intervenido en el proceso de creación o de distribución de los recursos, instrumentos, medios o cauces.


A algunos podrá parecer que el filósofo les está tomando el pelo, porque pone en cuestión “valores” indiscutidos. Precisamente el valor de su razonamiento está en que discute, analiza, profundiza y descubre las patrañas de muchas ideas que son, como se proclama en el texto de declaración de principios del Nódulo Materialista, mitos, ideas irracionales.


Nunca vivieron en la tierra tantos hombres como en el presente lo hacen. Nunca la humanidad tuvo un conocimiento tan profundo del mundo, y nunca hasta hoy pudieron algunas personas tener la capacidad de influir tanto en su entorno como para poder llegar, en el límite, a provocar, si quisieran, la destrucción completa de la vida sobre el planeta.
Por eso nunca antes había sido tan imperiosa la necesidad de contar con potentes instrumentos analíticos que permitan mejor interpretar el pasado, conocer el presente y poder barruntar qué puede suceder en el futuro.
El presente está atravesado por Ideas, que nos ofrecen las principales referencias de nuestra concepción del mundo, sus principales coordenadas. Son Ideas que nadie ajeno nos ha comunicado, ni dioses ni extraterrestres, sino que se han ido construyendo a lo largo de la historia más reciente de la humanidad.
La complejidad de la realidad provoca que las ideas que procuran entenderla no sean sencillas, y explica, en gran medida, que ellas actúen bajo la envoltura de mitos e ideologías, que esconden casi siempre ideas confusas y oscuras, que extravían a los hombres y los enfrentan los unos con los otros, en situaciones indignas, que hacen dudar del raciocinio, libertad e inteligencia que se les debe suponer en cuanto personas.
La mayoría de los hombres se conforman con ideologías, mitos y pueriles explicaciones, pues existen poderosas minorías de hombres a quienes les interesa que esta situación se perpetúe, organizando de forma implacable el entontecimiento sistemático de la mayor parte de la humanidad.
La irracionalidad, la creencia en mitos, las ideologías más falsas y aberrantes, no son patrimonio exclusivo de esos hombres a los que otros hombres mantienen carentes de instrucción y en condiciones indignantes respecto a las que aplican a sus mismos animales de compañía. Muchos técnicos, muchos científicos y muchos políticos creen dominar el mundo desde la razón, sin sospechar siquiera el simplismo en el que se mantienen, y el armazón de mitos e ideologías que predeterminan muchas de sus actuaciones. El irracionalismo está presente por doquier y es potenciado sin cesar de la manera más escandalosa.
En los inicios del tercer milenio todo está conceptualizado, no hay ya tierras vírgenes de las que no se ocupen las ciencias y las técnicas (incluyendo entre éstas a la política). Las ciencias y las técnicas (mecánicas, políticas) tratan de organizar toda la realidad, y pretenden agotar el conocimiento del presente.
Sin embargo, los conceptos de que se sirven para determinar el conjunto de la realidad del mundo, no agotan su conocimiento. Los fundamentalismos científicos y técnicos pretenden convertir en Ideas universales lo que no pasan de ser conceptos particulares. Las Ideas no pueden reducirse a los conceptos de donde brotan, ni son eternas ni inamovibles. Los hombres viven envueltos por ideas (la propia idea de hombre, de persona, de cultura, de libertad, de justicia), muchas veces confundidas y deformadas por quienes se acercan a ellas desde una perspectiva particular: la vida es química, la vida es felicidad, la vida es economía, la vida es religión, &c.
Proponemos como tarea el ir delimitando las principales ideas presentes en nuestra realidad, tratando de establecer su estructura y alcance, su concatenación con otras ideas (que no tiene por qué ser total: no todas las ideas están ligadas con todas).
Y lo proponemos desde el rigor que es necesario e imprescindible para tratar con Ideas, rigor que nos permita evitar caer en las ideologías y en los mitos que siempre, como una sombra, las acompañan.

sábado, 12 de enero de 2008

¿Qué es real en el mundo en que vivimos?


Sin tetas, no hay paraíso. Es el título de una serie de televisión. Es ficción. Otra serie, Los hombres de Paco. Otra serie, El síndrome de Ulises, Herederos, Los Serrano, Escenas de matrimonio, El Comisario...
Todas son españolas. Nos hablan (a la audiencia) de nosotros mismos. En realidad representan caricaturas. Los seres humanos que aparecen en ella ni siquiera son estereotipos. Las situaciones que “viven” son imposibles, aunque divertidas.
De un periódico:

La noche del martes vuelve a convertirse en metafórico ring de boxeo. Cuatro cadenas se han puesto los guantes para el primer asalto. Cuentan con sus mejores púgiles en materia de ficción, viejos conocidos que regresan a la competición.
'Los hombres de Paco' (Antena 3) arranca la que será su quinta temporada. La trama amorosa se enreda más que nunca, ya que a Hugo Silva (Lucas), Michelle Jenner (Sara) y Mario Casas (Aitor) se le suman la hermana pequeña de Lucas (Clara Lago) y la modelo Laura Sánchez, que tendrá un affaire lésbico con Silvia (Marian Aguilera). La serie parte en muy buena situación para esta velada, ya que en su tercera y cuarta temporada se situó en torno al 22,5% de cuota de pantalla, muy cerca de los cuatro millones de seguidores.


Los guionistas estrujan su imaginación al máximo para reventar la realidad. Esa realidad tediosa de la que supuestamente nos evadimos todas las noches frente a la pantalla de televisión.
La realidad, sin embargo, es más rica de lo que nos parece, y posee significados inquietantes. Flotamos a diario en este océano imprevisible. La mitad del día lo pasamos mojándonos en la realidad; la otra mitad, secándonos su humedad pegajosa, emotiva, didáctica.
Pero al salir del tiempo real, podemos refugiarnos en el ficticio.
¿Por qué creemos que la vida real es aburrida? Probablemente porque pasamos veinticuatro horas (descontando las del sueño) en ella. Mientras que la ficción la dosificamos a nuestro gusto, y nos permite contemplar sorpresas y aventuras sin implicarnos en ellas.
La ficción es el territorio de la imaginación. Una imaginación cada vez más delirante porque los guionistas y novelistas deben competir con una realidad de la que estamos constantemente huyendo para que no nos devore.
En la media hora larga que dura un episodio televisivo pasan ante nuestros ojos una serie de hechos extraordinarios: asaltos, persecuciones, disturbios, accidentes, peleas y reconciliaciones, divorcios, engaños sentimentales, frustraciones laborales, amenazas, agresiones…
Lo cierto es que combinar todas estas posibilidades de un modo llamativo y entretenido (no digo original, porque eso es imposible a estas alturas de la creación cultural) es uno de los retos más difíciles de los guionistas. Lo curioso es que, en términos generales, lo hacen con ingenio. Pero sometidos a una presión muy difícil de soportar. La presión de las mediciones de audiencia. La presión de los costes de producción. La presión de los límites morales, que se trasgreden sin calcular los efectos de los dudosos mensajes que se envían.
Es muy posible que la reflexión de los guionistas sea algo parecido a esto: si los programas del corazón y los reality shows convierten en modelos sociales casos patológicos y aberrantes, ¿qué norma me impide a mí forzar al máximo la verosimilitud y la psicología de mis personajes?
Los efectos de este maremágnum de extravagancias parecen insignificantes en la vida real de las personas adultas, excepción hecha de aquellas que sufren algún trastorno mental. Es lo que solemos decir, que no nos influye.
Pero en la población infantil, los efectos son notables. En familias más o menos estructuradas, se advierte poco. Pero en aquellas en las que padres e hijos se limitan a coexistir más como vecinos que como parientes (y son un mogollón), la influencia de los mensajes de la ficción sobre la vida real puede llegar a ser devastadora.
Donde más se advierte es en el lenguaje. Los jóvenes, incluso los niños, hablan una lengua que a los adultos se nos escapa. Puede que entre ellos se comuniquen bien. Pero al hacerlo para relacionarse fuera de su ámbito, se les entiende muy mal, se explican muy mal, su diccionario de términos con significados universales es cortísimo.
Lo peor es que esta incomunicación real, nada psicológica, distancia a unos de otros. Los jóvenes creen que los adultos faltan a la obligación debida de entenderles. Y los adultos pierden interés en sus incomprensibles hijos, y se desentienden de ellos.
Poco a poco, y a consecuencia de una multitud de causas de la misma naturaleza que el fenómeno del lenguaje que acabo de citar, las personas reaccionan de un modo hostil a la realidad. O, lo que es casi peor, empiezan a imitar los modelos (de lenguaje y de comportamiento) que observan en la televisión.
De este modo, las barreras generacionales, sociales, geográficas, se vuelven porosas y parece que los seres humanos nos entendemos, cuando en realidad estamos actuando como si nos hubieran escrito un guión.
Compramos lo que compran los personajes de ficción (o de esa realidad adulterada de la zona rosa o de la zona de los concursos estrafalarios y los programas vómito), vestimos como ellos, hablamos como ellos, soñamos lo que ellos, aspiramos a lo que ellos… a aparecer en la televisión para dar testimonio de algo vacío e inane.
La verdadera realidad, hoy la viven los emigrantes ilegales, hasta que se integran en la sociedad que les abre sus brazos de plasma o de rayos catódicos. Fuera de ellos, de los viejos y de los enfermos crónicos (cuya realidad se desarrolla en gran medida en los ambulatorios, de ahí el éxito de las series de hospitales), todos los seres humanos occidentales con posibilidades de consumo corremos el riesgo de confundir siempre o a ratos la realidad con la ficción.
Y sin embargo, sobrevivimos.
¿Cómo?
Dejémoslo para otro día.

jueves, 10 de enero de 2008

Los viejos académicos


Para un niño de los años 50 del pasado siglo, un académico era un hombre noble y superior, sobrio, mesurado y admirable. Al menos, esas cualidades tenía para mí.
Bien por la educación que estaba recibiendo, bien por las estanterías de libros de bolsillo (colección Austral) de mi padre, un serio empleado de banca, los académicos se me representaban de un modo solemne, aunque los imaginaba bondadosos y simpáticos como debían de ser los Reyes Magos, incluso con sus barbazas bíblicas. Pero sobre todo, sabios.
Ser académico era para mí la aspiración más digna de un ser humano. Si yo pudiera conseguirlo, no sólo alcanzaría la felicidad, sino que podría dispensarla a mi alrededor como ese cuerno de la abundancia impreso en la página de un cuento que me habían regalado.
El mundo que mostraban aquellas ilustraciones infantiles, realizadas con alta maestría y de un sedante clasicismo, no era para mí fabuloso o lejano. Se encontraba en algún sitio próximo, detrás de alguna puerta de desván, en el fondo de un barranco lleno de zarzas, en lo más alto de una montaña olorosa. Yo vivía en una ciudad pequeña, rodeada de escenarios tan hermosos como los representados en los libros: bancales de almendros, palmeras en torno a masías solitarias. Y en las fiestas locales las calles se llenaban de personajes con indumentarias estupendas, de algarabía y estruendo. Una Noche de Reyes, un paje subió por una escalera al balcón de mi casa con unas cajas de regalos.
Lo fantástico era real. Todo lo que los cuentos decían era posible.

Hace poco compré en una librería de viejo un libro titulado Le Notaire du Havre, escrito por Georges Duhamel.
No sabía quién era Georges Duhamel, pero algo en el libro me llamó la atención. Quizá su portada, un sobre con cinco lacres rodeado de ilustraciones de libro antiguo: una locomotora a vapor, una escalera metálica de caracol, un piano, una soga de horca, una lámpara de gas, un carromato de mudanzas tirado por dos caballos percherones y un sello de estafeta de correos fechado el 12 de julio de 1891 en la ciudad de El Havre. Esa portada tenía algo de novela policíaca. Pero no se trataba de eso. Era una obra trascendente, digna, intemporal.
Georges Duhamel fue de l’Académie Française. Escribió, según una lista proporcionada por la editorial, relatos, novelas, libros de viajes, ensayos, teatro, y una serie de volúmenes en los que recreaba sus memorias y describía sucesos y emociones quizá vividas por otras personas inventadas por él.
Me puse a leerlo, y la sensación que me invadió fue la de aquel niño subyugado por los barbudos académicos, habitante de un mundo ordenado, estable, seguro, luminoso, pero con rincones sombríos. Y sobre todo, digno de confianza.
¿Cómo describir este sentimiento?
Me resultaba imposible. Pero necesitaba hacerlo para transmitirlo a alguien. Entonces me di cuenta de que había una forma: traduciendo un trocito del libro. Por ejemplo, la descripción que el supuesto narrador, un biólogo, hace de sí mismo, después de ver en un espejo a un tipo que, para su sorpresa, resulta ser él.


Esa tarde coloqué ante mí sobre la mesa un espejo hallado en nuestra bolsa de viaje. El examen al que me he sometido es perfectamente objetivo. Sin complacencias, desde luego. Y todavía menos esa crueldad que uno se reserva a sí mismo, tuteándose con morbo, y que es una manifestación ordinaria del egoísmo desequilibrado: “Venga, tú no eres más que un simple, un pusilánime…, etc…, etc…” No, No. Calma, desapego, y también esa ternura expectante que dedico a los objetos de mi estudio y que se colorea de curiosidad, de piedad, de escepticismo, de ironía, según las horas. Actitud profesional, propia de un hombre de laboratorio y, particularmente propia de un biólogo, que es lo que soy antes que nada.
La cabeza, en su conjunto, parece redonda, aunque una parte de la curva esté disimulada por los cabellos que son tupidos, precozmente blancos, a penas en retirada de las sienes. La frente es abombada, las cejas densas, la nariz corta, pero ancha, la mandíbula sólida. Todo eso es visible, descubierto, porque yo me rasuro por completo la cara. El conjunto no es hermoso, demasiado enérgico, demasiado semejante, si se me permite la comparación, al mentón bethoveniano. En fin, eso que mi mujer, no sé por qué, describe así riéndose: “una de esas caras de perro que me gustan tanto.”
El color es moreno, sobre todo desde hace cuatro o cinco años: bronce, especies, nueces moscadas. La piel tiene granitos, con puntos negros que a mi mujer le produce un inexplicable placer reventar con ayuda de una llave de reloj, cosa que hace sacando la lengua.
La mirada es azul clara. Es evidente que en lo físico soy un Pasquier. Es indiscutible, indiscutido. Mi madre me lo ha dicho doscientas mil veces. Le gustaba proclamar también la derrota evidente de su sangre, y no ha admitido jamás la revancha de esa misma sangre en el orden moral. Como todos los Pasquier, tengo pues los ojos azul-vernónica. Ese azul que, en mi padre figuraba también en su sonrisa incomprensiblemente fría, en mí es, digamos “sensible con un matiz de ingenuidad”. Es el cliché, lo que se dice en mi clan. Lo repito sin comentarios.
Mi talla era 1,69 hace diez años. No me he medido desde entonces, y no creo que haya cambiado. Me yergo y no pierdo ni una pulgada de esta talla honorable y mediocre. He engordado un poco, muy poco, en los tres últimos años. Está bien repartido. De manera que veo la punta de mis zapatos recurrir a esa gimnasia especial que se hace imaginando que uno quiere romper una nuez entre los muslos bien apretados.
Y ya está. Volveremos al asunto si hace falta.

Le Notaire du Havre
George Duhamel, de l’Academie Française
Librairie Arthème Fayard. París 1953
Copyright by Mercure de France 1933

miércoles, 9 de enero de 2008

La agonía de la cultura enciclopédica

Algunas personas tienen una visión enciclopédica de la cultura. Pertenecen al grupo de quienes creen que cultura es sólo aquello que sale en las enciclopedias. Es una idea también académica, la cultura como patrimonio de los miembros de número de academias y de los profesores y catedráticos de las universidades.
Los de “izquierdas” dicen que estas visiones de la cultura son “de derechas”. Para distanciarse de ellas, dan cabida en el ámbito cultural (algo indefinido) a las creaciones vanguardistas y alternativas. Con ello suponen que abren la puerta a “la espontaneidad creativa”, y de refilón a la “creatividad del pueblo” porque, como para realizar productos culturales ya no se necesita ser “culto” en el sentido tradicional del término, cualquier atrevido tiene acceso al Olimpo.
Yo no creo que sea de derechas tener esa visión enciclopédica de la cultura, ni que los demagogos sean de izquierdas. La cultura siempre ha jugado un papel político, pero intentar clasificarla ideológicamente es un ejercicio tan absurdo como clasificar a los artistas por el color de sus ojos.
La cultura es lo que los seres humanos producen para darle un sentido a su vida. También la religión aporta un sentido a la vida de los seres humanos, pero con un sistema de dogmas y creencias. Lo que produce la cultura son artefactos, objetos, composiciones literarias o musicales, y así seguido; en otras palabras, cosas a las que se atribuye un valor artístico de escasa o nula utilidad, si no es la decorativa o la ideal del prestigio.
Hoy, sin embargo, a cualquier objeto o artificio se le atribuye un valor o un sentido cultural. Esto es producto de la forzada disolución de los antiguos criterios “académicos” o “enciclopédicos”.
Es curioso cómo, al fin y a la postre, la “derecha” y la “izquierda” se encuentran en ese término medio de la confusión, más bien del caos.
Yo pienso que la cultura siempre es la destilación de algo, pero no todo lo que ha pasado por un alambique puede ser llamado producto cultural. El reconocimiento, el sello del producto cultural siempre ha estado a cargo de una elite. Pero esto no quiere decir que la elite haya reconocido siempre los productos culturales. Se le han podido escapar, o bien por no llegar a conocerlos o por miopía.
Es lo que está sucediendo ahora.
La estupidez del todo vale, más la falacia del valor absoluto de lo académico o enciclopédico han revuelto el río de la cultura. Los del todo vale mezclan las cosas, las meten en el caldero ecléctico de la cultura popular, eso que antes se llamaba el folklore, y dan lugar a una confusión alevosa, hasta el extremo de que son muchos los “enciclopedistas” que han inventado categorías para “academizar” las tonterías que se ofrecen como productos culturales.
La novedad con respecto a la Ilustración es que hoy las enciclopedias son los medios de comunicación. Es importante recordar que “el que no sale en los medios, no existe”. Es un hecho parecido al de todos aquellos artistas que no fueron incluidos en su día en las enciclopedias y en las recopilaciones académicas. Rara es la semana en que no se descubre un “valor ignorado” en su época. Hasta eso se ha convertido en una “actividad culturizadora”, es decir, dar título de propiedad cultural a personas y a obras que habían pasado inadvertidas, academizarlas.
Esto es un esfuerzo estéril, porque ampliar la nómina de los artistas sólo beneficia a los eruditos, a la mayoría de las personas les da igual.
Independientemente de lo que unos y otros designen como condiciones culturales de algo, la cultura sigue siendo aquello que da sentido a la vida de los seres humanos. Los seres humanos considerados no en su conjunto, no como Humanidad, que es un concepto ontológico, sino como grupos definidos en cada lugar y en cada momento. Esto es fácil de entender: la primera vez que una persona, por culta que sea, ve un objeto producido por otra cultura, oye una composición, lee un texto escrito con un propósito artístico por seres humanos de quienes no conoce nada o casi nada, no identifica aquello como un producto cultural, no le suena, no lo reconoce, por mucho que lleve escrito en una etiqueta “producto cultural del pueblo fulanesio”. Hasta que no empieza a interesarse por el pueblo fulanesio y se entera de quiénes son y dónde viven no se despierta en él la sensibilidad cultural. Salvo si es un pedante.
Es decir, la cultura no es un valor en sí mismo, no es una cualidad innata, sino algo que necesita concretarse, algo que aporta cada grupo humano a su vida y que le ayuda a soportar mejor las contrariedades inevitables de la existencia.
¿Y qué es lo que da sentido a nuestra vida de occidentales prósperos?
Si hasta hace unos decenios era verdad que lo que no salía en las enciclopedias y en los tratados académicos no existía para la cultura, y si es verdad que lo que hoy no sale en los medios de comunicación no existe (para la multitud), también es verdad que los medios de comunicación masivos tradicionales (periódicos impresos, radio, televisión, libro y cine) ya no son la referencia enciclopédica. Hoy existe Internet.
Internet es el nuevo medio que ha empezado a revolucionar la actividad cultural del planeta y de sus habitantes.

domingo, 6 de enero de 2008

Don Quijote

En un lugar de La Mancha. De cuyo nombre. No quiero acordarme. No sigas, es una prueba.